AmorDelCelKatia

Объявление

Информация о пользователе

Привет, Гость! Войдите или зарегистрируйтесь.


Вы здесь » AmorDelCelKatia » КНИГИ целиком » MADAME BOVARY Gustave Flaubert (es)


MADAME BOVARY Gustave Flaubert (es)

Сообщений 1 страница 11 из 11

1

Madame Bovary

PRIMERA PARTE

CAPÍTULO PRIMERO

Estábamos en la sala de estudio cuando entró el director, seguido de un «novato» con atuendo pueblerino y de un celador cargado con un gran pupitre. Los que dormitaban se despertaron, y todos se fueron poniendo de pie como si los hubieran sorprendido en su trabajo.

El director nos hizo seña de que volviéramos a sentarnos; luego, dirigiéndose al prefecto de estudios, le dijo a media voz:

-Señor Roger, aquí tiene un alumno que le recomiendo, entra en quinto. Si por su aplicación y su conducta lo merece, pasará a la clase de los mayores, como corresponde a su edad.

El «novato», que se había quedado en la esquina, detrás de la puerta, de modo que apenas se le veía, era un mozo del campo, de unos quince años, y de una estatura mayor que cualquiera de nosotros. Llevaba el pelo cortado en flequillo como un sacristán de pueblo, y parecía formal y muy azorado. Aunque no era ancho de hombros, su chaqueta de paño verde con botones negros debía de molestarle en las sisas, y por la abertura de las bocamangas se le veían unas muñecas rojas de ir siempre remangado. Las piernas, embutidas en medias azules, salían de un pantalón amarillento muy estirado por los tirantes. Calzaba zapatones, no muy limpios, guarnecidos de clavos.

Comenzaron a recitar las lecciones. El muchacho las escuchó con toda atención, como si estuviera en el sermón, sin ni siquiera atreverse a cruzar las piernas ni apoyarse en el codo, y a las dos, cuando sonó la campana, el prefecto de estudios tuvo que avisarle para que se pusiera con nosotros en la fila.

Teníamos costumbre al entrar en clase de tirar las gorras al suelo para tener después las manos libres; había que echarlas desde el umbral para que cayeran debajo del banco, de manera que pegasen contra la pared levantando mucho polvo; era nuestro estilo.

Pero, bien porque no se hubiera fijado en aquella maniobra o porque no quisiera someterse a ella, ya se había terminado el rezo y el «novato» aún seguía con la gorra sobre las rodillas. Era uno de esos tocados de orden compuesto, en el que se encuentran reunidos los elementos de la gorra de granadero, del chapska, del sombrero redondo, de la gorra de nutria y del gorro de dormir; en fin, una de esas pobres cosas cuya muda fealdad tiene profundidades de expresión como el rostro de un imbécil. Ovoide y armada de ballenas, comenzaba por tres molduras circulares; después se alternaban, separados por una banda roja, unos rombos de terciopelo con otros de pelo de conejo; venía después una especie de saco que terminaba en un polígono acartonado, guarnecido de un bordado en trencilla complicada, y de la que pendía, al cabo de un largo cordón muy fino, un pequeño colgante de hilos de oro, como una bellota. Era una gorra nueva y la visera relucía.

-Levántese -le dijo el profesor.

El «novato» se levantó; la gorra cayó al suelo. Toda la clase se echó a reír.

Se inclinó para recogerla. El compañero que tenía al lado se la volvió a tirar de un codazo, él volvió a recogerla.

-Deje ya en paz su gorra -dijo el profesor, que era hombre de chispa.

Los colegiales estallaron en una carcajada que desconcertó al pobre muchacho, de tal modo que no sabía si había que tener la gorra en la mano, dejarla en el suelo o ponérsela en la cabeza. Volvió a sentarse y la puso sobre las rodillas.

-Levántese -le ordenó el profesor`, y dígame su nombre.

El «novato», tartajeando, articuló un nombre ininteligible:

-¡Repita!

Se oyó el mismo tartamudeo de sílabas, ahogado por los abucheos de la clase. «¡Más alto!», gritó el profesor, «¡más alto!».

El «novato», tomando entonces una resolución extrema, abrió una boca desmesurada, y a pleno pulmón, como para llamar a alguien, soltó esta palabra: Charbovari.

Súbitamente se armó un jaleo, que fue in crescendo, con gritos agudos (aullaban, ladraban, pataleaban, repetían a coro: ¡Charbovari, Charbovari!) que luego fue rodando en notas aisladas, y calmándose a duras penas, resurgiendo a veces de pronto en algún banco donde estallaba aisladamente, como un petardo mal apagado, alguna risa ahogada.

Sin embargo, bajo la lluvia de amenazas, poco a poco se fue restableciendo el orden en la clase, y el profesor, que por fin logró captar el nombre de Charles Bovary, después de que éste se lo dictó, deletreó y releyó, ordenó inmediatamente al pobre diablo que fuera a sentarse en el banco de los desaplicados al pie de la tarima del profesor.

El muchacho se puso en movimiento, pero antes de echar a andar, vaciló.

-¿Qué busca? -le preguntó el profesor.

-Mi go... -repuso tímidamente el «novato», dirigiendo miradas inquietas a su alrededor.

-¡Quinientos versos a toda la clase! -pronunciado con voz furiosa, abortó, como el Quos ego una nueva borrasca. ¡A ver si se callan de una vez! -continuó indignado el profesor, mientras se enjugaba la frente con un pañuelo que se había sacado de su gorro-: y usted, «el nuevo», me va a copiar veinte veces el verbo ridiculus sum.

Luego, en tono más suave:

-Ya encontrará su gorra: no se la han robado.

Todo volvió a la calma. Las cabezas se inclinaron sobre las carpetas, y el «novato» permaneció durante dos horas en una compostura ejemplar, aunque, de vez en cuando, alguna bolita de papel lanzada desde la punta de una pluma iba a estrellarse en su cara. Pero se limpiaba con la mano y permanecía inmóvil con la vista baja.

Por la tarde, en el estudio, sacó sus manguitos del pupitre, puso en orden sus cosas, rayó cuidadosamente el papel. Le vimos trabajar a conciencia, buscando todas las palabras en el diccionario y haciendo un gran esfuerzo. Gracias, sin duda, a la aplicación que demostró, no bajó a la clase inferior, pues, si sabía bastante bien las reglas, carecía de elegancia en los giros. Había empezado el latín con el cura de su pueblo, pues sus padres, por razones de economía, habían retrasado todo lo posible su entrada en el colegio.

Su padre, el señor Charles-Denis-Bartholomé Bovary, antiguo ayudante de capitán médico, comprometido hacia 1812 en asuntos de reclutamiento y obligado por aquella época a dejar e1 servicio, aprovechó sus prendas personales para cazar al vuelo una dote de setenta mil francos que se le presentaba en la hija de un comerciante de géneros de punto, enamorada de su tipo. Hombre guapo, fanfarrón, que hacía sonar fuerte sus espuelas, con unas patillas unidas al bigote, los dedos llenos de sortijas, tenía el sire de un valentón y la vivacidad desenvuelta de un viajante de comercio. Ya casado, vivió dos o tres años de la fortuna de su mujer, comiendo bien, levantándose tarde, fumando en grandes pipas de porcelana, y por la noche no regresaba a casa hasta después de haber asistido a los espectáculos y frecuentado los cafés. Murió su suegro y dejó poca cosa; el yerno se indignó y se metió a fabricante, perdió algún dinero, y luego se retiró al campo donde quiso explotar sus tierras. Pero, como entendía de agricultura tanto como de fabricante de telas de algodón, montaba sus caballos en lugar de enviarlos a labrar, bebía la sidra de su cosecha en botellas en vez de venderla por barricas, se comía las más hermosas aves de su corral y engrasaba sus botas de caza con tocino de sus cerdos, no tardó nada en darse cuenta de que era mejor abandonar toda especulación.

Por doscientos francos al año, encontró en un pueblo, en los confines del País de Caux, y de la Picardía, para alquilar una especie de vivienda, mitad granja, mitad casa señorial; y despechado, consumido de pena, envidiando a todo el mundo, se encerró a los cuarenta y cinco años, asqueado de los hombres, decía, y decidido a vivir en paz.

Su mujer, en otro tiempo, había estado loca por él; lo había amado con mil servilismos, que le apartaron todavía más de ella.

En otra época jovial, expansiva y tan enamorada, se había vuelto, al envejecer, como el vino destapado que se convierte en vinagre, de humor difícil, chillona y nerviosa. ¡Había sufrido tanto, sin quejarse, al principio, cuando le veía correr detrás de todas las mozas del pueblo y regresar de noche de veinte lugares de perdición, hastiado y apestando a vino! Después, su orgullo se había rebelado. Entonces se calló tragándose la rabia en un estoicismo mudo que guardó hasta su muerte.

Siempre andaba de compras y de negocios. Iba a visitar a los procuradores, al presidente de la audiencia, recordaba el vencimiento de las letras, obtenía aplazamientos, y en casa planchaba, cosía, lavaba, vigilaba los obreros, pagaba las cuentas, mientras que, sin preocuparse de nada, el señor, continuamente embotado en una somnolencia gruñona de la que no se despertaba más que para decirle cosas desagradables, permanecía fumando al lado del fuego, escupiendo en las cenizas.

Cuando tuvo un niño, hubo que buscarle una nodriza. Vuelto a casa, el crío fue mimado como un príncipe. Su madre lo alimentaba con golosinas; su padre le dejaba corretear descalzo, y para dárselas de filósofo, decía que incluso podía muy bien ir completamente desnudo, como las crías de los animales. Contrariamente a las tendencias maternas, él tenía en la cabeza un cierto ideal viril de la infancia según el cual trataba de formar a su hijo, deseando que se educase duramente, a la espartana, para que adquiriese una buena constitución. Le hacía acostarse en una cama sin calentar, le daba a beber grandes tragos de ron y le enseñaba a hacer burla de las procesiones. Pero de naturaleza apacible, el niño respondía mal a los esfuerzos paternos. Su madre le llevaba siempre pegado a sus faldas, le recortaba figuras de cartón, le contaba cuentos, conversaba con él en monólogos interminables, llenos de alegrías melancólicas y de zalamerías parlanchinas. En la soledad de su vida, trasplantó a aquella cabeza infantil todas sus frustraciones. Soñaba con posiciones elevadas, le veía ya alto, guapo, inteligente, situado, ingeniero de caminos, canales y puertos o magistrado. Le enseñó a leer a incluso, con un viejo piano que tenía, aprendió a cantar dos o tres pequeñas romanzas. Pero a todo esto el señor Bovary, poco interesado por las letras, decía que todo aquello no valía la pena.

¿Tendrían algún. día con qué mantenerle en las escuelas del estado, comprarle un cargo o un traspaso de una tienda? Por otra parte, un hombre con tupé triunfa siempre en el mundo. La señora Bovary se mordía los labios mientras que el niño andaba suelto por el pueblo.

Se iba con los labradores y espantaba a terronazos los cuervos que volaban. Comía moras a lo largo de las cunetas, guardaba los pavos con una vara, segaba las mieses, corría por el bosque, jugaba a la rayuela en el pórtico de la iglesia y en las grandes fiestas pedía al sacristán que le dejase tocar las campanas, para colgarse con todo su peso de la cuerda grande y sentirse transportado por ella en su vaivén.

Así creció como un roble, adquiriendo fuertes manos y bellos colores.

A los doce años, su madre consiguió que comenzara sus estudios. Encargaron de ellos al cura. Pero las lecciones eran tan cortas y tan mal aprovechadas, que no podían servir de gran cosa. Era en los momentos perdidos cuando se las daba, en la sacristía, de pie, deprisa, entre un bautizo y un entierro; o bien el cura mandaba buscar a su alumno después del Ángelus, cuando no tenía que salir. Subían a su cuarto, se instalaban los dos juntos: los moscardones y las mariposas nocturnas revoloteaban alrededor de la luz. Hacía calor, el chico se dormía, y el bueno del preceptor, amodorrado, con las manos sobre el vientre, no tardaba en roncar con la boca abierta. Otras veces, cuando el señor cura, al regresar de llevar el Viático a un enfermo de los alrededores, veía a Carlos vagando por el campo, le llamaba, le sermoneaba un cuarto de hora y aprovechaba la ocasión para hacerle conjugar un verbo al pie de un árbol. Hasta que venía a interrumpirles la lluvia o un conocido que pasaba. Por lo demás, el cura estaba contento de su discípulo e incluso decía que tenía buena memoria.

Carlos no podía quedarse así. La señora Bovary tomó una decisión. Avergonzado, o más bien cansado, su marido cedió sin resistencia y se aguardó un año más hasta que el chico hiciera la Primera Comunión.

Pasaron otros seis meses, y al año siguiente, por fin, mandaron a Carlos al Colegio de Rouen, adonde le llevó su padre en persona, a finales de octubre, por la feria de San Román.

Hoy ninguno de nosotros podría recordar nada de él. Era un chico de temperamento moderado, que jugaba en los recreos, trabajaba en las horas de estudio, estaba atento en clase, dormía bien en el dormitorio general, comía bien en el refectorio. Tenía por tutor a un ferretero mayorista de la calle Ganterie, que le sacaba una vez al mes, los domingos, después de cerrar su tienda, le hacía pasearse por el puerto para ver los barcos y después le volvía a acompañar al colegio, antes de la cena. Todos los jueves por la noche escribía una larga carta a su madre, con tinta roja y tres lacres; después repasaba sus apuntes de historia, o bien un viejo tomo de Anacharsis que andaba por la sala de estudios. En el paseo charlaba con el criado, que era del campo como él.

A fuerza de aplicación, se mantuvo siempre hacia la mitad de la clase; una vez incluso ganó un primer accéssit de historia natural. Pero, al terminar el tercer año, sus padres le retiraron del colegio para hacerle estudiar medicina, convencidos de que podía por sí solo terminar el bachillerato.

Su madre le buscó una habitación en un cuarto piso, que daba a l'Eau-de-Robec, en casa de un tintorero conocido. Ultimó los detalles de la pensión, se procuró unos muebles, una mesa y dos sillas, mandó buscar a su casa una vieja cama de cerezo silvestre y compró además una pequeña estufa de hierro junto con la leña necesaria para que su pobre hijo se calentara. Al cabo de una semana se marchó, después de hacer mil recomendaciones a su hijo para que se comportase bien, ahora que iba a «quedarse solo».

El programa de asignaturas que leyó en el tablón de anuncios le hizo el efecto de un mazazo: clases de anatomía, patología, fisiología, farmacia, química, y botánica, y de clínica y terapéutica, sin contar la higiene y la materia médica, nombres todos cuyas etimologías ignoraba y que eran otras tantas puertas de santuarios llenos de augustas tinieblas.

No se enteró de nada de todo aquello por más que escuchaba, no captaba nada. Sin embargo, trabajaba, tenía los cuadernos forrados, seguía todas las clases, no perdía una sola visita. Cumplía con su tarea cotidiana como un caballo de noria que da vueltas con los ojos vendados sin saber lo que hace.

Para evitarle gastos, su madre le mandaba cada semana, por el recadero, un trozo de ternera asada al horno, con lo que comía a mediodía cuando volvía del hospital dando patadas a la pared. Después había que salir corriendo para las lecciones, al anfiteatro, al hospicio, y volver a casa recorriendo todas las calles. Por la noche, después de la frugal cena de su patrón, volvía a su habitación y reanudaba su trabajo con las ropas mojadas que humeaban sobre su cuerpo delante de la estufa al rojo.

En las hermosas tardes de verano, a la hora en que las calles tibias están vacías, cuando las criadas juegan al volante en el umbral de las puertas, abría la ventana y se asomaba. El río que hace de este barrio de Rouen como una innoble pequeña Venecia, corría allá abajo, amarillo, violeta, o azul, entre puentes, y algunos obreros agachados a la orilla se lavaban los brazos en el agua.

De lo alto de los desvanes salían unas varas de las que colgaban madejas de algodón puestas a secar al aire. Enfrente, por encima de los tejados, se extendía el cielo abierto y puro, con el sol rojizo del ocaso. ¡Qué bien se debía de estar allí! ¡Qué frescor bajo el bosque de hayas! Y el muchacho abría las ventanas de la nariz para aspirar los buenos olores del campo, que no llegaban hasta él.

Adelgazó, creció y su cara tomó una especie de expresión doliente que le hizo casi interesante.

Naturalmente, por pereza, llegó a desligarse de todas las resoluciones que había tomado. Un día faltó a la visita, al siguiente a clase, y saboreando la pereza poco a poco, no volvió más.

Se aficionó a la taberna con la pasión del dominó. Encerrarse cada noche en un sucio establecimiento público, para golpear sobre mesas de mármol con huesecitos de cordero marcados con puntos negros, le parecía un acto precioso de su libertad que le aumentaba su propia estimación. Era como la iniciación en el mundo, el acceso a los placeres prohibidos, y al entrar ponía la mano en el pomo de la puerta con un goce casi sensual.

Entonces muchas cosas reprimidas en él se liberaron; aprendió de memoria coplas que cantaba en las fiestas de bienvenida. Se entusiasmó por Béranger, aprendió también a hacer ponche y conoció el amor.

Gracias a toda esa actuación, fracasó por completo en su examen de «oficial de sanidad». Aquella misma noche le esperaban en casa para celebrar su éxito.

Marchó a pie y se detuvo a la entrada del pueblo, donde mandó a buscar a su madre, a quien contó todo. Ella le consoló, achacando el suspenso a la injusticia de los examinadores, y le tranquilizó un poco encargándose de arreglar las cosas. Sólo cinco años después el señor Bovary supo la verdad; como ya había pasado mucho tiempo, la aceptó, ya que no podía suponer que un hijo suyo fuese un tonto.

Carlos volvió al trabajo y preparó sin interrupción las materias de su examen cuyas cuestiones se aprendió previamente de memoria. Aprobó con bastante buena nota. ¡Qué día tan feliz para su madre! Hubo una gran cena.

¿Adónde iría a ejercer su profesión? A Tostes. Allí no había más que un médico ya viejo. Desde hacía mucho tiempo la señora Bovary esperaba su muerte, y aún no se había ido al otro barrio el buen señor cuando Carlos estaba establecido frente a su antecesor.

Pero la misión de la señora Bovary no terminó con haber criado a su hijo, haberle hecho estudiar medicina y haber descubierto Tostes para ejercerla: necesitaba una mujer. Y le buscó una: la viuda de un escribano de Dieppe, que tenía cuarenta y cinco años y mil doscientas libras de renta.

Aunque era fea, seca como un palo y con tantos granos en la cara como brotes en una primavera, la verdad es que a la señora Dubuc no le faltaban partidos para escoger. Para conseguir su propósito, mamá Bovary tuvo que espantarlos a todos, y desbarató muy hábilmente las intrigas de un chacinero que estaba apoyado por los curas.

Carlos había vislumbrado en el matrimonio la llegada de una situación mejor, imaginando que sería más libre y que podría disponer de su persona y de su dinero. Pero su mujer fue el ama; delante de todo el mundo él tenía que decir esto, no decir aquello, guardar abstinencia los viernes, vestirse como ella quería, apremiar, siguiendo sus órdenes, a los clientes morosos. Ella le abría las cartas, le seguía los pasos y le escuchaba a través del tabique dar sus consultas cuando tenía mujeres en su despacho.

Había que servirle su chocolate todas las mañanas, y necesitaba cuidados sin fin. Se quejaba continuamente de los nervios, del pecho, de sus humores. El ruido de pasos le molestaba; si se iban, no podía soportar la soledad; volvían a su lado y era para verla morir, sin duda. Por la noche, cuando Carlos regresaba a su casa, sacaba por debajo de sus ropas sus largos brazos flacos, se los pasaba alrededor del cuello y haciéndole que se sentara en el borde de la cama se ponía a hablarle de sus penas: ¡la estaba olvidando, amaba a otra! Ya le habían advertido que sería desgraciada; y terminaba pidiéndole algún jarabe para su salud y un poco más de amor.

0

2

CAPITULO II

Una noche hacia las once los despertó el ruido de un caballo que se paró justo en la misma puerta. La muchacha abrió la claraboya del desván y habló un rato con un hombre que estaba en la calle. Venía en busca del médico; traía una carta. Anastasia bajó las escaleras tiritando y fue a abrir la cerradura y los cerrojos uno tras otro. El hombre dejó su caballo y entró inmediatamente detrás de ella. Sacó de su gorro de lana con borlas una carta envuelta en un trapo y se la presentó cuidadosamente a Carlos quien se apoyó sobre la almohada para leerla. Anastasia, cerca de la cama, sostenía la luz. La señora, por pudor, permanecía vuelta hacia la pared dando la espalda.

La carta, cerrada con un pequeño sello de cera azul, suplicaba al señor Bovary que fuese inmediatamente a la granja de Les Bertaux para componer una pierna rota. Ahora bien, de Tostes a Les Bertaux hay seis leguas de camino, pasando por Longueville y Saint Víctor. La noche estaba oscura. La nueva señora Bovary temía que a su marido le pasara algo. Así que se decidió que el mozo de mulas fuese delante. Carlos se pondría en camino tres horas después, al salir la luna. Enviarían un muchacho a su encuentro para que le enseñase el camino de la granja y le abriese la valla. Hacia las cuatro de la mañana, Carlos, bien enfundado en su abrigo, se puso en camino para Les Bertaux. Todavía medio dormido por el calor del sueño, se dejaba mecer al trote pacífico de su caballo. Cuando éste se paraba instintivamente ante esos hoyos rodeados de espinos que se abren a la orilla de los surcos, Carlos, despertándose sobresaltado, se acordaba de la pierna rota e intentaba refrescar en su memoria todos los tipos de fractura que conocía. Ya había cesado de llover; comenzaba a apuntar el día y en las ramas de los manzanos sin hojas unos pájaros se mantenían inmóviles, erizando sus plumitas al viento frío de la mañana. El campo llano se extendía hasta perderse de vista y los pequeños grupos de árboles en torno a las granjas formaban, a intervalos alejados, unas manchas de un violeta oscuro sobre aquella gran superficie gris que se perdía en el horizonte en el tono mortecino del cielo. Carlos abría los ojos de vez en cuando; después, cansada su mente y volviendo a coger el sueño, entraba en una especie de modorra en la que, confundiéndose sus sensaciones recientes con los recuerdos, se percibía a sí mismo con doble personalidad, a la vez estudiante y casado, acostado en su cama como hacía un momento, atravesando una sala de operaciones como hacía tiempo. El olor caliente de las cataplasmas se mezclaba en su cabeza con el verde olor del rocío; escuchaba correr sobre la barra los anillos de hierro de las camas y oía dormir a su mujer. Al pasar por Vassonville distinguió, a la orilla de una cuneta, a un muchacho joven sentado sobre la hierba.

-¿Es usted el médico? -preguntó el chico.

Y a la respuesta de Carlos, cogió los zuecos en la mano y echó a correr delante.

El médico durante el camino comprendió, por lo que decía su guía, que el señor Rouault debía de ser un agricultor acomodado. Se había roto la pierna la víspera, de noche, cuando regresaba de celebrar la fiesta de los Reyes de casa de un vecino. Su mujer había fallecido hacía dos años. No tenía consigo más que a su «señorita», que le ayudaba a llevar la casa. Las rodadas se fueron haciendo más profundas. Se acercaban a Les Bertaux. El jovencito, colándose por un boquete de un seto, desapareció, luego reapareció al fondo de un corral para abrir la barrera. El caballo resbalaba sobre la hierba mojada; Carlos se bajaba para pasar bajo las ramas. Los perros guardianes en la perrera ladraban tirando de las cadenas. Cuando entró en Les Bertaux su caballo se espantó y reculó.

Era una granja de buena apariencia. En las cuadras, por encima de las puertas abiertas, se veían grandes caballos de labranza comiendo tranquilamente en pesebres nuevos. A lo largo de las instalaciones se extendía un estercolero, de donde ascendía un vaho, y en el que entre las gallinas y los pavos picoteaban cinco o seis pavos reales, lujo de los corrales del País de Caux. El corral era largo, el granero era alto, de paredes lisas como la mano. Debajo del cobertizo había dos grandes carros y cuatro arados, con sus látigos, sus colleras, sus aparejos completos cuyos vellones de lana azul se ensuciaban con el fino polvo que caía de los graneros. El corral iba ascendiendo, plantado de árboles simétricamente espaciados, y cerca de la charca se oía el alegre graznido de un rebaño de gansos. Una mujer joven, en bata de merino azul adornada con tres volantes, vino a la puerta a recibir al señor Bovary y le llevó a la cocina, donde ardía un buen fuego, a cuyo alrededor, en ollitas de tamaño desigual, hervía el almuerzo de los jornaleros. En el interior de la chimenea había ropas húmedas puestas a secar. La paleta, las tenazas y el tubo del fuelle, todo ello de proporciones colosales, brillaban corno acero pulido, mientras que a lo largo de las paredes se reflejaba de manera desigual la clara llama del hogar junto con los primeros resplandores del sol que entraba por los cristales.

Carlos subió al primer piso a ver al enfermo. Lo encontró en cama, sudando bajo las mantas y sin su gorro de algodón, que había arrojado muy lejos. Era un hombre pequeño y gordo, de unos cincuenta años, de tez blanca, ojos azules, calvo por delante de la cabeza y que llevaba pendientes. A su lado, sobre una silla, había una gran botella de aguardiente, de la que se servía de vez en cuando para darse ánimos; pero en cuanto vio al médico cesó de exaltarse, y, en vez de jurar como estaba haciendo desde hacía doce horas, empezó a quejarse débilmente.

La fractura era sencilla, sin ninguna complicación. Carlos no se hubiera atrevido a desearla más fácil. Y entonces, recordando las actitudes de sus maestros junto a la cama de los heridos, reconfortó al paciente con toda clase de buenas palabras, caricias quirúrgicas, que son como el aceite con que se engrasan los bisturíes. Para preparar unas tablillas, fueron a buscar en la cochera un montón de listones. Carlos escogió uno, lo partió en pedazos y lo pulió con un vidrio, mientras que la criada rasgaba una sábana para hacer vendas y la señorita Emma trataba de coser unas almohadillas. Como tardó mucho en encontrar su costurero, su padre se impacientó; ella no dijo nada; pero al coser se pinchaba los dedos, que se llevaba enseguida a la boca para chuparlos.

Carlos se sorprendió de la blancura de sus uñas. Eran brillantes, finas en la punta, más limpias que los marfiles de Dieppe y recortadas en forma de almendra. Su mano, sin embargo, no era bonita, quizá no bastante pálida y un poco seca en las falanges; era también demasiado larga y sin suaves inflexiones de líneas en los contornos. Lo que tenía más hermoso eran los ojos; aunque eran castaños, parecían negros a causa de las pestañas, y su mirada franca atraía con una audacia cándida.

Una vez hecha la cura, el propio señor Rouault invitó al médico a tomar un bocado antes de marcharse.

Carlos bajó a la sala, en la planta baja. En una mesita situada al pie de una gran cama con dosel cubierto de tela estampada con personajes que representaban a turcos, había dos cubiertos con vasos de plata. Se percibía un olor a lirio y a sábanas húmedas que salía del alto armario de madera de roble situado frente a la ventana. En el suelo, en los rincones, alineados de pie, había unos sacos de trigo. Era el que no cabía en el granero próximo, al que se subía por tres escalones de piedra. Decorando la estancia, en el centro de la pared, cuya pintura verde se desconchaba por efecto del salitre, colgaba de un clavo una cabeza de Minerva, dibujada a lápiz negro, en un marco dorado, y que llevaba abajo, escrito en letras góticas: «A mi querido papá.»

Primero hablaron del enfermo, luego del tiempo que hacía, de los grandes fríos, de los lobos que merodeaban por el campo de noche. La señorita Rouault no se divertía nada en el campo, sobre todo ahora que tenía a su cargo ella sola los trabajos de la granja. Como la sala estaba fresca, tiritaba mientras comía, lo cual descubría un poco sus labios carnosos, que tenía la costumbre de morderse en sus momentos de silencio.

Llevaba un cuello vuelto blanco. Sus cabellos, cuyos bandós negros parecían cada uno de una sola pieza de lisos que estaban, se separaban por una raya fina que se hundía ligeramente siguiendo la curva del cráneo, y dejando ver apenas el lóbulo de la oreja, iban a recogerse por detrás en un moño abundante, con un movimiento ondulado hacia las sienes que el médico rural observó entonces por primera vez en su vida. Sus pómulos eran rosados. Llevaba, como un hombre, sujetos entre los dos botones de su corpiño, unos lentes de concha.

Cuando Carlos, después de haber subido a despedirse del señor Rouault, volvió a la sala antes de marcharse, encontró a la señorita de pie, la frente apoyada en la ventana y mirando al jardín donde el viento había tirado los rodrigones de las judías. Se volvió.

-¿Busca algo? -preguntó.

-Mi fusta, por favor -repuso el médico.

Y se puso a buscar sobre la cama, detrás de las puertas, debajo de las sillas; se había caído al suelo entre los sacos y la pared. La señorita Emma la vio; se inclinó sobre los sacos de trigo. Carlos, por galantería, se precipitó hacia ella y, al alargar también el brazo en el mismo movimiento, sintió que su pecho rozaba la espalda de la joven, inclinada debajo de él. Emma se incorporó toda colorada y le miró por encima del hombro mientras le alargaba el látigo.

En vez de volver a Les Bertaux tres días después, como había prometido, volvió al día siguiente, luego dos veces por semana regularmente, sin contar las visitas inesperadas que hacía de vez en cuando, como sin dar importancia.

Por lo demás, todo fue bien; el proceso de curación fue normal, y cuando, al cabo de cuarenta y seis días, vieron que el tío Rouault comenzaba a caminar solo por su chabola, empezaron a considerar al señor Bovary como un hombre de gran capacidad. El tío Rouault decía que no le habrían curado mejor los médicos de Yvetot o incluso los de Rouen.

En cuanto a Carlos, no se esforzaba mucho en averiguar por qué iba a Les Bertaux de buena gana. De habérselo planteado, sin duda habría atribuido su celo a la gravedad del caso, o quizás al provecho que esperaba sacar. ¿Era ésta la razón por la que, a pesar de todo, sus visitas a la granja constituían, entre las pobres ocupaciones de su vida, una excepción encantadora? Aquellos días se levantaba temprano, partía al galope, picaba su caballo, después bajaba para limpiarse los pies en la hierba, y se ponía los guantes negros antes de entrar. Le gustaba que lo vieran llegar al corral, sentir contra el hombro la barrera que giraba, oír cantar el gallo en la pared y ver a los chicos que venían a su encuentro. Le gustaba el granero y las caballerizas; quería al tío Rouault, que le daba palmaditas en la mano llamándole su salvador; le gustaban los pequeños zuecos de la señorita Emma sobre las baldosas bien lavadas de la cocina; sus altos tacones aumentaban su estatura, y, cuando caminaba delante de él, las suelas de madera, que se levantaban rápidamente, chasqueaban con un ruido seco contra el cuero de la botina.

Ella le acompañaba siempre hasta el primer peldaño de la escalinata. Hasta que no le traían el caballo, esperaba allí. Como ya se habían despedido, no se hablaban más; el aire libre la envolvía arremolinando los finos cabellos locuelos de su nuca o agitándole sobre la cadera las cintas del delantal que se enroscaban como gallardetes. Una vez, en época de deshielo, la corteza de los árboles chorreaba en el corral, la nieve se derretía sobre los tejados de los edificios. Emma estaba en el umbral de la puerta; fue a buscar su sombrilla y la abrió. La sombrilla, de seda de cuello de paloma, atravesada por el sol, iluminaba con reflejos móviles la piel blanca de su cara. Ella sonreía debajo del tibio calorcillo y se oían caer sobre el tenso muaré, una a una, las gotas de agua.

En los primeros tiempos en que Carlos frecuentaba Les Bertaux, su mujer no dejaba de preguntar por el enfermo, a incluso en el libro que llevaba por partida doble había escogido para el tío Rouault una bella página. Pero cuando supo que tenía una hija, se informó; y se enteró de que la señorita Rouault, educada en el convento, con las Ursulinas, había recibido lo que se dice una esmerada educación, y sabía, por tanto, danza, geografía, dibujo, bordar y tocar el piano. ¡Fue el colmo!

-¿Así es que por esto -se decía- se le alegra la cara cuando va a verla, y se pone el chaleco sin miedo a que se lo estropee la lluvia? ¡Ah, esa mujer!, ¡esa mujer!

Y la detestó instintivamente. Al principio se desahogó con alusiones que Carlos no comprendió; luego, con reflexiones ocasionales que él dejaba pasar por miedo a la tormenta; finalmente, con ataques a quemarropa a los que no sabía qué contestar.

-¿Por qué volvía a Les Bertaux, si el tío Rouault estaba curado y aquella gente aún no había pagado? ¡Ah!, es que había allí una persona, alguien que sabía llevar una conversación, bordar, una persona instruida. Era esto lo que le gustaba: ¡necesitaba señoritas de ciudad! Y proseguía:

-¡La hija del tío Rouault, una señorita de ciudad!

¡Bueno, si su abuelo era pastor y tienen un primo que ha estado a punto de ser procesado por golpes en una disputa! No vale la pena darse tanto pisto ni presumir los domingos en la iglesia con un traje de seda como una condesa. Además, ¡pobre hombre, que si no fuera por las colzas del año pasado, habría tenido problemas para pagar deudas pendientes!

Por cansancio, Carlos dejó de volver a Les Bertaux. Eloísa le había hecho jurar con la mano sobre el libro de misa, después de muchos sollozos y besos, en una gran explosión de amor, que no volvería más. Así que obedeció; pero la audacia de su deseo protestó contra el servilismo de su conducta y, por una especie de hipocresía ingenua, estimó que esta prohibición de verla era para él como un derecho a amarla. Y además, la viuda estaba flaca; tenía grandes pretensiones, llevaba siempre un pequeño chal negro cuya punta le caía entre los omóplatos; su talle seco iba siempre envuelto en unos vestidos a modo de funda, demasiado cortos, que dejaban ver los tobillos, con las cintas de sus holgados zapatos trenzados sobre sus medias grises.

La madre de Carlos iba a verles de vez en cuando; pero al cabo de unos días la nuera parecía azuzarla contra su hijo, y entonces, como dos cuchillos, se dedicaban a mortificarle con sus reflexiones y sus observaciones. ¡Hacía mal en comer tanto! ¿Por qué convidar siempre a beber al primero que llegaba? ¡Qué terquedad en no querer llevar ropa de franela!

Ocurrió que, a comienzos de la primavera, un notario de Ingouville, que tenía fondos de la viuda Dubuc, se embarcó un buen día, llevándose consigo todo el dinero de la notaría. Es verdad que Eloísa poseía también, además de una parte de un barco valorada en seis mil francos, su casa de la calle Saint-François; y, sin embargo, de toda esta fortuna tan cacareada, no se había visto en casa más que algunos pocos muebles y cuatro trapos. Había que poner las cosas en claro. La casa de Dieppe estaba carcomida de hipotecas hasta sus cimientos; lo que ella había depositado en casa del notario sólo Dios lo sabía, y la parte del barco no pasó de mil escudos. ¡Así que la buena señora había mentido! En su exasperación, el señor Bovary padre, rompiendo una silla contra el suelo, acusó a su mujer de haber causado la desgracia de su hijo uniéndole a semejante penco, cuyos arreos no valían nada. Fueron a Tostes. Se explicaron. Hubo escenas. Eloísa, llorando, se echó en brazos de su marido, le conjuró a que la protegiera de sus padres. Carlos quiso hablar por ella. Los padres se enfadaron y se marcharon.

Pero el mal estaba hecho. Ocho días después, cuando Eloísa estaba tendiendo ropa en el corral, escupió sangre, y al día siguiente, mientras Carlos se había vuelto de espaldas para correr la cortina de la ventana, la mujer dijo: «¡Ah!, Dios mío», lanzó un suspiro y se desvaneció. Estaba muerta. ¡Qué golpe!

Cuando todo acabó en el cementerio, Carlos volvió a casa. No encontró á nadie abajo; subió al primero, a la habitación, vio el vestido de su mujer todavía colgado en la alcoba; entonces, apoyándose en el escritorio, permaneció hasta la noche sumido en un doloroso sueño. Después de todo, la había querido.

0

3

CAPÍTULO III

Una mañana el tío Rouault fue a pagar a Carlos los honorarios por el arreglo de su pierna: setenta y cinco francos en monedas de cuarenta sueldos, y un pavo. Se había enterado de la desgracia y le consoló como pudo.

-Ya sé lo que es eso -decía, dándole palmaditas en el hombro-, yo también he pasado por ese trance. Cuando perdí a mi pobre difunta, me iba por los campos para estar solo, caía al pie de un árbol, lloraba, invocaba a Dios, le decía tonterías; hubiera querido estar como los topos, que veía colgados de las ramas con el vientre corroído por los gusanos, muerto, en una palabra. Y cuando pensaba que otros en aquel momento estaban estrechando a sus buenas mujercitas, golpeaba fuertemente con mi bastón, estaba como loco, ya no comía; la sola idea de ir al café puede creerme, me asqueaba. Pues bien, muy suavemente, un día tras otro, primavera tras invierno y otoño tras verano, aquello se fue pasando brizna a brizna, migaja a migaja; aquello se fue, desapareció, bajó, es un decir, pues siempre queda algo en el fondo, como quien dice... un peso aquí, en el pecho. Pero como es el destino de todos, no hay que dejarse decaer y, porque otros hayan muerto, querer morir... Hay que reanimarse, señor Bovary; ¡eso le pasará! Venga a vernos; mi hija piensa en usted de vez en cuando, ya lo sabe usted..., y ella dice, ya lo sabe también, que usted la olvida. Pronto llegará la primavera; iremos a tirar a los conejos para que se distraiga un poco.

Carlos siguió su consejo. Volvió a Les Bertaux, encontró todo como el día anterior, es decir, como hacía cinco meses. Los perales estaban ya en flor, y el buen señor Rouault, ya curado, iba y venía, lo cual daba más vida a la granja.

Creyéndose en el deber de prodigar al médico las mayores cortesías posibles por su luto reciente, le rogó que no se descubriera, le habló en voz baja, como si hubiera estado enfermo, e incluso aparentó enfadarse porque no se había preparado para él algo más ligero que para los demás, como unos tarritos de nata o unas peras cocidas. Contó chistes. Carlos hasta llegó a reír; pero al recordar de pronto a su mujer se entristeció. Sirvieron el café; y ya no volvió a pensar en ella.

Recordó menos, a medida que se iba acostumbrando a vivir solo. El nuevo atractivo de la independencia pronto le hizo la soledad más soportable. Ahora podía cambiar las horas de sus comidas, entrar y salir sin dar explicaciones, y, cuando estaba muy cansado, extender brazos y piernas a todo lo ancho de su cama. Así que se cuidó, se dio buena vida y aceptó los consuelos que le daban. Por otra parte, la muerte de su mujer no le había perjudicado en su profesión, pues durante un mes se estuvo hablando de él: «¡Este pobre joven!, ¡qué desgracia!»

Su nombre se había extendido, su clientela se había acrecentado; y además iba a Les Bertaux con toda libertad. Tenía una esperanza indefinida, una felicidad vaga; se encontraba la cara más agradable cuando se cepillaba sus patillas delante del espejo.

Un día llegó hacia las tres; todo el mundo estaba en el campo; entró en la cocina, pero al principio no vio a Emma; los postigos estaban cerrados. Por las rendijas de la madera, el sol proyectaba sobre las baldosas grandes rayas delgadas que se quebraban en las aristas de los muebles y temblaban en el techo. Sobre la mesa, algunas moscas trepaban por los vasos sucios y zumbaban, ahogándose, en la sidra que había quedado en el fondo. La luz que bajaba por la chimenea aterciopelando el hollín de la plancha coloreaba de un suave tono azulado las cenizas frías. Entre la ventana y el fogón estaba Emma cosiendo; no llevaba pañoleta y sobre sus hombros descubiertos se veían gotitas de sudor.

Según costumbre del campo, le invitó a tomar algo. Él no aceptó, ella insistió, y por fin propuso, riendo, tomar juntos una copita de licor. Fue a buscar en la alacena una botella de curaçao, alcanzó dos copitas, llenó una hasta el borde, echó unas gotas en la otra, y, después de brindar, la llevó a sus labios. Como estaba casi vacía, se echaba hacia atrás para beber; y, con la cabeza inclinada hacia atrás, los labios adelantados, el cuello tenso, se reía de no sentir nada, mientras que, sacando la punta de la lengua entre sus finos dientes, lamía despacito el fondo del vaso.

Volvió a sentarse y reanudó su labor, el zurcido de una media de algodón blanca; trabajaba con la frente inclinada; no hablaba, Carlos tampoco. El aire que pasaba por debajo de la puerta levantaba un poco de polvo sobre las baldosas. Carlos lo miraba arrastrarse, y sólo oía el martilleo interior de su cabeza y el cacareo lejano de una gallina que había puesto en el corral. Emma, de vez en cuando, se refrescaba las mejillas con la palma de las manos, que luego enfriaba en el pomo de hierro de los grandes morillos.

Se quejaba de sufrir mareos desde comienzos de la estación; le preguntó si le sentarían bien los baños de mar; se puso a hablar del convento, Carlos de su colegio, y se animó la conversación. Subieron al cuarto de Emma. Le enseñó sus antiguos cuadernos de música, los libritos que le habían dado de premio y las coronas de hojas de roble abandonadas en el cajón de un armario. Le habló también de su madre, del cementerio, a incluso le enseñó en el jardín el arriate donde cogía las flores, todos los primeros viernes de mes, para ir a ponérselas sobre su tumba. Pero el jardinero que tenían no entendía nada de flores; ¡tenían tan mal servicio! A ella le habría gustado, aunque sólo fuera en invierno, vivir en la ciudad, por más que los días largos de buen tiempo hiciesen tal vez más aburrido el campo en verano -y según lo que decía, su voz era clara, aguda, o, languideciendo de repente, arrastraba unas modulaciones que acababan casi en murmullos, cuando se hablaba a sí misma, ya alegre, abriendo unos ojos ingenuos, o ya entornando los párpados, con la mirada anegada de aburrimiento y el pensamiento errante.

Por la noche, al volver a casa, Carlos repitió una a una las frases que Emma había dicho, tratando de recordarlas, de completar su sentido, a fin de reconstruir la porción de existencia que ella había vivido antes de que él la conociera. Pero nunca pudo verla en su pensamiento de modo diferente a como la había visto la primera vez, o tal como acababa de dejarla hacía un momento. Después se preguntó qué sería de ella, si se casaría, y con quién, ¡ay!, el tío Rouault era muy rico, y ella... ¡tan guapa! Pero la cara de Emma volvía siempre a aparecérsele ante sus ojos y en sus oídos resonaba algo monótono como el zumbido de una peonza: «¡Y si te casaras!, ¡si te casaras!» Aquella noche no durmió, tenía un nudo en la garganta, tenía sed; se levantó a beber agua y abrió la ventana; el cielo estaba estrellado, soplaba un viento cálido, ladraban perros a lo lejos. Carlos volvió la cabeza hacia Les Bertaux. Pensando que, después de todo, no arriesgaba nada, se prometió a sí mismo hacer la petición en cuanto se le presentara la ocasión; pero cada vez que se le presentó, el temor de no encontrar las palabras apropiadas le sellaba los labios.

Al tío Rouault no le hubiera disgustado que le liberasen de su hija, que le servía de poco en su casa. En su fuero interno la disculpaba, reconociendo que tenía demasiado talento para dedicarse a las faenas agrícolas, oficio maldito del cielo, ya que con él nadie se hacía millonario. Lejos de haber hecho fortuna, el buen hombre salía perdiendo todos los años, pues si en los mercados se movía muy bien, complaciéndose en las artimañas del oficio, por el contrario, el trabajo del campo propiamente dicho, con el gobierno de la granja, le gustaba menos que a nadie. Siempre con las manos en los bolsillos, no escatimaba gasto para darse buena vida, pues quería comer bien, estar bien calentito y dormir en buena cama. Le gustaba la sidra fuerte, las piernas de cordero poco pasadas, y los «glorias» bien batidos. Comía en la cocina, solo, delante del fuego, en una mesita que le llevaban ya servida, como en el teatro.

Así que viendo que Carlos se ponía colorado cuando estaba junto a su hija, lo cual significaba que uno de aquellos días la pediría en matrimonio, fue rumiando por anticipado todo el asunto. Lo encontraba un poco alfeñique, y no era el yerno que habría deseado; pero tenía fama de buena conducta, económico instruido, y, sin duda, no regatearía mucho por la dote. Ahora bien como el tío Rouault iba a tener que vender veintidós acres de su hacienda, pues debía mucho al albañil, mucho al guarnicionero, y había que cambiar el árbol del lugar, se dijo:

-Si me la pide, se la doy.

Por San Miguel, Carlos fue a pasar tres días a Les Bertaux. El último día transcurrió como los anteriores, aplazando su declaración de cuarto en cuarto de hora. El tío Rouault lo acompañó un trecho; iban por un camino hondo, estaban a punto de despedirse; era el momento. Carlos se señaló como límite el recodo del seto, y por fin, cuando lo sobrepasó, murmuró:

-Señor Rouault, quisiera decirle una cosa.

Se pararon. Carlos callaba.

-Pero ¡cuénteme su historia!, ¿se cree que no estoy ya enterado de todo? -dijo el tío Rouault, riendo suavemente.

-Tío Rouault..., tío Rouault... -balbució Carlos.

-Yo no deseo otra cosa -continuó el granjero-. Aunque sin duda la niña piensa como yo, habrá que pedirle su parecer. Bueno, váyase; yo me vuelvo a casa. Si es que sí, óigame bien, no hace falta que vuelva, por la gente, y, además, a ella le impresionaría demasiado. Pero, para que usted no se consuma de impaciencia, abriré de par en par el postigo de la ventana contra la pared: usted podrá verlo mirando atrás, encaramándose sobre el seto.

Y se alejó.

Carlos ató su caballo a un árbol. Corrió a apostarse en el sendero; esperó. Pasó media hora, después contó diecinueve minutos por su reloj. De pronto se produjo un ruido contra la pared; se había abierto el postigo, la aldabilla temblaba todavía. Al día siguiente, a las nueve, estaba en la granja. Emma se puso colorada cuando entró, pero, se sostuvo, se esforzó por sonreír un poco. El tío Rouault abrazó a su futuro yerno. Se pusieron a hablar de las cuestiones de intereses; por otra parte, tenían tiempo por delante, puesto que no estaba bien que se celebrase la boda hasta que terminase el luto de Carlos; es decir, hacia la primavera del año siguiente.

En esta espera transcurrió el invierno. La señorita Rouault se ocupó de su equipo. Una parte de él lo encargó a Rouen, y ella misma se hizo camisas y gorros de noche con arreglo a dibujos de modas que le prestaron. En las visitas que Carlos hacía a la granja hablaban de los preparativos de la boda; se preguntaba dónde se daría el banquete; pensaban en la cantidad de platos que pondrían y qué entrantes iban a servir.

A Emma, por su parte, le hubiera gustado casarse a medianoche, a la luz de las antorchas; pero el tío Rouault no compartió en absoluto esta idea. Se celebró, pues, una boda en la que hubo cuarenta y tres invitados, estuvieron dieciséis horas sentados a la mesa, y la fiesta se repitió al día siguiente y un poco los días sucesivos.

0

4

CAPITULO IV

Los invitados llegaron temprano en coches (carricoches de un caballo), charabanes de dos ruedas, viejos cabriolets sin capota, jardineras con cortinas de cuero, y los jóvenes de los pueblos más cercanos, en carretas, de pie, en fila, con las manos apoyadas sobre los adrales para no caerse, puesto que iban al trote y eran fuertemente zarandeados. Vinieron de diez leguas a la redonda, de Godeville, de Normanville y de Cany. Habían invitado a todos los parientes de las dos familias, se habían reconciliado con los amigos con quienes estaban reñidos, habían escrito a los conocidos que no habían visto desde hacía mucho tiempo.

De vez en cuando se oían latigazos detrás del seto; enseguida se abría la barrera: era un carricoche que entraba. Galopando hasta el primer peldaño de la escalinata, paraba en seco y vaciaba su carga, que salía por todas partes frotándose las rodillas y estirando los brazos. Las señoras, de gorro, llevaban vestidos a la moda de la ciudad, cadenas de reloj de oro, esclavinas con las puntas cruzadas en la cintura o pequeños chales de color sujetos a la espalda con un alfiler dejando el cuello descubierto por detrás. Los chicos, vestidos como sus papás, parecían incómodos con sus trajes nuevos (muchos incluso estrenaron aquel día el primer par de botas de su vida), y al lado de ellos se veía, sin decir ni pío, con el vestido blanco de su primera comunión alargado para la ocasión, a alguna muchachita espigada de catorce o dieciséis años, su prima o tal vez su hermana menor, coloradota, atontada, con el pelo brillante de fijador de rosa y con mucho miedo a ensuciarse los guantes. Como no había bastantes mozos de cuadra para desenganchar todos los coches, los señores se remangaban y ellos mismos se ponían a la faena.

Según su diferente posición social, vestían fracs, levitas, chaquetas, chaqués; buenos trajes que conservaban como recuerdo de familia y que no salían del armario más que en las solemnidades; levitas con grandes faldones flotando al viento, de cuello cilíndrico y bolsillos grandes como sacos; chaquetas de grueso paño que combinaban ordinariamente con alguna gorra con la visera ribeteada de cobre; chaqués muy cortos que tenían en la espalda dos botones juntos como un par de ojos, y cuyos faldones parecían cortados del mismo tronco por el hacha de un carpintero. Había algunos incluso, aunque, naturalmente, éstos tenían que comer al fondo de la mesa, que llevaban blusas de ceremonia, es decir, con el cuello vuelto sobre los hombros, la espalda fruncida en pequeños pliegues y el talle muy bajo ceñido por un cinturón cosido.

Y las camisas se arqueaban sobre los pechos como corazas. Todos iban con el pelo recién cortado, con las orejas despejadas y bien afeitados; incluso algunos que se habían levantado antes del amanecer, como no veían bien para afeitarse, tenían cortes en diagonal debajo de la nariz o a lo largo de las mejillas raspaduras del tamaño de una moneda de tres francos que se habían hinchado por el camino al contacto con el aire libre, lo cual jaspeaba un poco de manchas rosas todas aquellas gruesas caras blancas satisfechas.

Como el ayuntamiento se encontraba a una media legua de la finca, fueron y volvieron, una vez terminada la ceremonia en la iglesia. El cortejo, al principio compacto como una sola cinta de color que ondulaba en el campo, serpenteando entre el trigo verde, se alargó enseguida y se cortó en grupos diferentes que se rezagaban charlando. El violinista iba en cabeza, con su violín engalanado de cintas; a continuación marchaban los novios, los padres, los amigos todos revueltos, y los niños se quedaban atrás, entreteniéndose en arrancar las campanillas de los tallos de avena o peleándose sin que ellos los vieran. El vestido de Emma, muy largo, arrastraba un poco; de vez en cuando, ella se paraba para levantarlo, y entonces, delicadamente, con sus dedos enguantados, se quitaba las hierbas ásperas con los pequeños pinchos de los cardos, mientras que Carlos, con las manos libres, esperaba a que ella hubiese terminado. El tío Rouault, tocado con su sombrero de seda nuevo y con las bocamangas de su traje negro tapándole las manos hasta las uñas, daba su brazo a la señora Bovary madre. En cuanto al señor Bovary padre, que, despreciando a toda aquella gente, había venido simplemente con una levita de una fila de botones de corte militar, prodigaba galanterías de taberna a una joven campesina rubia. Ella las acogía, se ponía colorada, no sabía qué contestar. Los demás hablaban de sus asuntos o se hacían travesuras por detrás, provocando anticipadamente el jolgorio; y, aplicando el oído, se seguía oyendo el rasgueo del violinista, que continuaba tocando en pleno campo. Cuando se daba cuenta de que la gente se retrasaba, se paraba a tomar aliento, enceraba, frotaba con colofonia su arco para que las cuerdas chirriasen mejor, y luego reemprendía su marcha bajando y subiendo alternativamente el mástil de su violín para marcarse bien el compás a sí mismo. El ruido del instrumento espantaba de lejos a los pajaritos.

La mesa estaba puesta bajo el cobertizo de los carros. Había cuatro solomillos, seis pollos en pepitoria, ternera guisada, tres piernas de cordero y, en el centro, un hermoso lechón asado rodeado de cuatro morcillas con hacederas. En las esquinas estaban dispuestas botellas de aguardiente. La sidra dulce embotellada rebosaba su espuma espesa alrededor de los tapones y todos los vasos estaban ya llenos de vino hasta el borde. Grandes fuentes de natillas amarillas, que se movían solas al menor choque de la mesa, presentaban, dibujadas sobre su superficie lisa, las iniciales de los nuevos esposos en arabescos de finos rasgos. Habían ido a buscar un pastelero a Yvetot para las tortadas y los guirlaches. Como debutaba en el país, se esmeró en hacer bien las cosas; y, a los postres, él mismo presentó en la mesa una pieza montada que causó sensación. Primeramente, en la base, había un cuadrado de cartón azul que figuraba un templo con pórticos, columnatas y estatuillas de estuco todo alrededor, en hornacinas consteladas de estrellas de papel dorado; después, en el segundo piso, se erguía un torreón en bizcocho de Saboya, rodeado de pequeñas fortificaciones de angélica, almendras, uvas pasas, cuarterones de naranjas; y, finalmente, en la plataforma superior, que era una pradera verde donde había rocas con lagos de confituras y barcos de cáscaras de avellanas, se veía un Amorcillo balanceándose en un columpio de chocolate, cuyos dos postes terminaban en dos capullos naturales, a modo de bolas, en la punta.

Estuvieron comiendo hasta la noche. Cuando se cansaban de estar sentados se paseaban por los patios o iban a jugar un partido de chito al granero, después volvían a la mesa. Algunos, hacia el final, se quedaron dormidos y roncaron. Pero a la hora del café todo se reanimó; empezaron a cantar, probaron su fuerza, transportaban pesos, hacían con los pulgares gestos de un gusto dudoso, intentaban levantar las carretas sobre sus hombros, se contaban chistes picantes, abrazaban a las señoras. De noche, a la hora de marcharse, los caballos, hartos de avena hasta las narices, tuvieron dificultades para entrar en los varales; daban coces, se encabritaban, los arreos se rompían, sus amos blasfemaban o reían; y toda la noche, a la luz de la luna, por los caminos del país pasaron carricoches desbocados que corrían a galope tendido, dando botes en las zanjas, saltando por encima de la grava, rozando con los taludes, con mujeres que se asomaban por la portezuela para coger las riendas.

Los que quedaron en Les Bertaux pasaron la noche bebiendo en la cocina. Los niños se habían quedado dormidos debajo de los bancos.

La novia había suplicado a su padre que le evitasen las bromas de costumbre. Sin embargo, un primo suyo, pescadero (que incluso había traído como regalo de bodas un par de lenguados), empezaba a soplar agua con su boca por el agujero de la cerradura, cuando llegó el señor Rouault en el preciso momento para impedirlo, y le explicó que la posición seria de su yerno no permitía tales inconveniencias. El primo, a pesar de todo, cedió difícilmente ante estas razones. En su interior acusó al señor Rouault de estar muy orgulloso y fue a reunirse a un rincón con cuatro o cinco invitados que, habiéndoles tocado por casualidad varias veces seguidas los peores trozos de las carnes, murmuraban en voz baja del anfitrión y deseaban su ruina con medias palabras.

La señora Bovary madre no había despegado los labios en todo el día. No le habían consultado ni sobre el atuendo de la nuera ni sobre los preparativos del festín; se retiró temprano. Su esposo, en vez de acompañarla, marchó a buscar cigarros a Saint-Victor y fumó hasta que se hizo de día, sin dejar de beber grogs de kirsch, mezcla desconocida para aquella gente, y que fue para él como un motivo de que le tuviesen una consideración todavía mayor.

Carlos no era de carácter bromista, no se había lucido en la boda. Respondió mediocremente a las bromas, retruécanos, palabras de doble sentido, parabienes y palabras picantes que tuvieron a bien soltarle desde la sopa.

Al día siguiente, por el contrario, parecía otro hombre... Era más bien él a quien se hubiera tomado por la virgen de la víspera, mientras que la recién casada no dejaba traslucir nada que permitiese sospechar lo más mínimo. Los más maliciosos sabían qué decir, y cuando pasaba cerca de ellos la miraban con una atención desmesurada. Pero Carlos no disimulaba nada, le llamaba «mi mujer», la tuteaba, preguntaba por ella a todos, la buscaba por todas partes y muchas veces se la llevaba a los patios donde de lejos le veían, entre los árboles, estrechándole la cintura y caminando medio inclinado sobre ella, arrugándole con la cabeza el bordado del corpiño.

Dos días después de la boda los esposos se fueron: Carlos no podía ausentarse por más tiempo a causa de sus enfermos. El tío Rouault mandó que los llevaran en su carricoche y él mismo los acompañó hasta Vassonville. Allí besó a su hija por última vez, se apeó y volvió a tomar su camino. Cuando llevaba andados cien pasos aproximadamente, se paró, y, viendo alejarse el carricoche, cuyas ruedas giraban en el polvo, lanzó un gran suspiro. Después se acordó de su boda, de sus tiempos de antaño del primer embarazo de su mujer; estaba muy contento también él el día en que la había trasladado de la casa de sus padres a la suya, cuando la llevaba a la grupa trotando sobre la nieve, pues era alrededor de Navidad y el campo estaba todo blanco; ella se agarraba a él por un brazo mientras que del otro colgaba su cesto; el viento agitaba los largos encajes de su tocado del País de Caux, que le pasaban a veces por encima de la boca, y, cuando él volvía la cabeza, veía cerca, sobre su hombro, su carita sonrosada que sonreía silenciosamente bajo la chapa de oro de su gorro. Para recalentarse los dedos, se los metía de vez en cuando en el pecho. ¡Qué viejo era todo esto! ¡Su hijo tendría ahora treinta años! Entonces miró atrás, no vio nada en el camino. Se sintió triste como una casa sin muebles; y mezclando los tiernos recuerdos a los negros pensamientos en su cerebro nublado por los vapores de la fiesta, le dieron muchas ganas de ir un momento a dar una vuelta cerca de la iglesia. Como, a pesar de todo, temió que esto le pusiese más triste todavía, se volvió directamente a casa.

El señor y la señora Bovary llegaron a Tostes hacia las seis. Los vecinos se asomaron a las ventanas para ver a la nueva mujer del médico.

La vieja criada se presentó, la saludó, pidió disculpas por no tener preparada la cena a invitó a la señora, entretanto, a conocer la casa.

0

5

CAPÍTULO V

La fachada de ladrillos se alineaba justo con la calle, o más bien con la carretera. Detrás de la puerta estaban colgados un abrigo de esclavina, unas bridas de caballo, una gorra de visera de cuero negro y en un rincón, en el suelo, un par de polainas todavía cubiertas de barro seco. A la derecha estaba la sala, es decir, la pieza que servía de comedor y de sala de estar. Un papel amarillo canario, orlado en la parte superior por una guirnalda de flores pálidas, temblaba todo él sobre la tela poco tensa; unas cortinas de calicó blanco, ribeteadas de una trencilla roja, se entrecruzaban a lo largo de las ventanas, y sobre la estrecha repisa de la chimenea resplandecía un reloj con la cabeza de Hipócrates entre dos candelabros chapados de plata bajo unos fanales de forma ovalada. Al otro lado del pasillo estaba el consultorio de Carlos. Pequeña habitación de unos seis pasos de ancho, con una mesa, tres sillas y un sillón de despacho. Los tomos del Diccionario de Ciencias Médicas, sin abrir, pero cuya encuadernación en rústica había sufrido en todas las ventas sucesivas por las que había pasado, llenaban casi ellos solos los seis estantes de una biblioteca de madera de abeto. El olor de las salsas penetraba a través de la pared durante las consultas, lo mismo que se oía desde la cocina toser a los enfermos en el despacho y contar toda su historia. Venía después, abierta directamente al patio, donde se encontraba la caballeriza, una gran nave deteriorada que tenía un horno, y que ahora servía de leñera, de bodega, de almacén, llena de chatarras, de toneles vacíos, de aperos de labranza fuera de uso, con cantidad de otras cosas llenas de polvo cuya utilidad era imposible adivinar.

La huerta, más larga que ancha, llegaba, entre dos paredes de adobe cubiertas de albaricoqueros en espaldera, hasta un seto de espinos que la separaba de los campos. Había en el centro un cuadrante solar de pizarra sobre un pedestal de mampostería; cuatro macizos de enclenques escaramujos rodeaban simétricamente el cuadro más útil de las plantaciones serias. Al fondo de todo, bajo las piceas, una figura de cura, de escayola, leía su breviario.

Emma subió a las habitaciones. La primera no estaba amueblada; pero la segunda, que era la habitación de matrimonio, tenía una cama de caoba en una alcoba con colgaduras rojas. Una caja de conchas adornaba la cómoda y, sobre el escritorio, al lado de la ventana, había en una botella un ramo de azahar atado con cintas de raso blanco. Era un ramo de novia; ¡el ramo de la otra! Ella lo miró. Carlos se dio cuenta de ello, lo cogió y fue a llevarlo al desván, mientras que, sentada en una butaca (estaban colocando sus cosas alrededor de ella), Emma pensaba adónde iría a parar su ramo de novia, que estaba embalado en una caja de cartón, si por casualidad ella llegase a morir.

Los primeros días se dedicó a pensar en los cambios que iba a hacer en su casa. Retiró los globos de los candelabros, mandó empapelar de nuevo, pintar la escalera y poner bancos en el jardín, alrededor del reloj de sol; incluso preguntó qué había que hacer para tener un estanque con surtidor de agua y peces. Finalmente, sabiendo su marido que a ella le gustaba pasearse en coche, encontró uno de ocasión, que, una vez puestas linternas nuevas y guardabarros de cuero picado, quedó casi como un tílburi.

Carlos estaba, pues, feliz y sin preocupación alguna. Una comida los dos solos, un paseo por la tarde por la carretera principal, acariciarle su pelo, contemplar su sombrero de paja, colgado en la falleba de una ventana, y muchas otras cosas más en las que Carlos jamás había sospechado encontrar placer alguno, constituían ahora su felicidad ininterrumpida. En cama por la mañana, juntos sobre la almohada, él veía pasar la luz del sol por entre el vello de sus mejillas rubias medio tapadas por las orejeras subidas de su gorro. Vistos tan de cerca, sus ojos le parecían más grandes, sobre todo cuando abría varias veces sus párpados al despertarse; negros en la sombra y de un azul oscuro en plena luz, tenían como capas de colores sucesivos, que, siendo más oscuros en el fondo, iban tomándose claros hacia la superficie del esmalte. La mirada de Carlos se perdía en estas profundidades, y se veía en pequeño hasta los hombros con el pañuelo, que le cubría la cabeza y el cuello de la camisa entreabierto. Él se levantaba, ella se asomaba a la ventana para verle salir; y se apoyaba de codos en el antepecho entre dos macetas de geranios, vestida con un salto de cama que le venía muy holgado. Carlos, en la calle, sujetaba sus espuelas sobre el mojón y ella seguía hablándole desde arriba, mientras arrancaba con su boca una brizna de flor o de verde que soplaba hacia él, y que revoloteando, planeando, haciendo en el aire semicírculos como un pájaro, iba antes de caer a agarrarse a las crines mal peinadas de la vieja yegua blanca, inmóvil en la puerta. Carlos, a caballo, le enviaba un beso; ella respondía con un gesto y volvía a cerrar la ventana. Él partía, y entonces, en la carretera que extendía sin terminar su larga cinta de polvo, por los caminos hondos donde los árboles se curvaban en bóveda, en los senderos cuyos trigos le llegaban hasta las rodillas, con el sol sobre sus hombros y el aire matinal en las aletas de la nariz, el corazón lleno de las delicias de la noche, el ánimo tranquilo, la carne satisfecha, iba rumiando su felicidad, como los que siguen saboreando, después de la comida, el gusto de las trufas que digieren.

Hasta el momento, ¿qué había tenido de bueno su vida? ¿Su época de colegio, donde permanecía encerrado entre aquellas altas paredes solo en medio de sus compañeros más ricos o más adelantados que él en sus clases, a quienes hacía reír con su acento, que se burlaban de su atuendo, y cuyas mamás venían al locutorio con pasteles en sus manguitos? Después, cuando estudiaba medicina y mamá no tenía bastante dinero para pagar la contradanza a alguna obrerita que llegase a ser su amante. Más tarde había vivido catorce meses con la viuda, que en la cama tenía los pies fríos como témpanos. Pero ahora poseía de por vida a esta linda mujer a la que adoraba. El Universo para él no sobrepasaba el contorno sedoso de su falda; y se acusaba de no amarla, tenía ganas de volver a verla; regresaba pronto a casa, subía la escalera con el corazón palpitante. Emma estaba arreglándose en su habitación; él llegaba sin hacer el mínimo ruido, la besaba en la espalda, ella lanzaba un grito.

Él no podía aguantarse sin tocar continuamente su peine, sus sortijas, su pañoleta; algunas veces le daba en las mejillas grandes besos con toda la boca, o bien besitos en fila a todo lo largo de su brazo desnudo, desde la punta de los dedos hasta el hombro; y ella le rechazaba entre sonriente y enfadada, como se hace a un niño que se te cuelga encima.

Antes de casarse, ella había creído estar enamorada, pero como la felicidad resultante de este amor no había llegado, debía de haberse equivocado, pensaba, y Emma trataba de saber lo que significaban justamente en la vida las palabras felicidad, pasión, embriaguez, que tan hermosas le habían parecido en los libros.

0

6

CAPÍTULO VI

Emma había leído Pablo y Virginia y había soñado con la casita de bambúes, con el negro Domingo con el perro Fiel, pero sobre todo con la dulce amistad de algún hermanito, que subiera a buscar para ella frutas rojas a los grandes árboles, más altos que campanarios, o que corriera descalzo por la arena llevándole un nido de pájaros.

Cuando cumplió trece años, su padre la llevó él mismo a la ciudad para ponerla en un internado. Se alojaron en una fonda del barrio San Gervasio, donde les sirvieron la cena en unos platos pintados, que representaban la historia de la señorita de la Valliere. Las leyendas explicativas, cortadas aquí y allí por los rasguños de los cuchillos, glorificaban todas ellas la religión, las delicadezas del corazón y las pompas de la Corte.

Lejos de aburrirse en el convento los primeros tiempos, se encontró a gusto en compañía de las buenas hermanas, que, para entretenerla, la llevaban a la capilla, adonde se entraba desde el refectorio por un largo corredor. Jugaba muy poco en los recreos, entendía bien el catecismo, y era ella quien contestaba siempre al señor vicario en las preguntas difíciles. Viviendo, pues, sin salir nunca de la tibia atmósfera de las clases y en medio de estas mujeres de cutis blanco que llevaban rosarios con cruces de cobre, se fue adormeciendo en la languidez mística que se desprende del incienso, de la frescura de las pilas de agua bendita y del resplandor de las velas. En vez de seguir la misa, miraba en su libro las ilustraciones piadosas orladas de azul, y le gustaban la oveja enferma, el Sagrado Corazón atravesado de agudas flechas o el Buen Jesús que cae caminando sobre su cruz. Intentó, para mortificarse, permanecer un día entero sin comer. Buscaba en su imaginación algún voto que cumplir.

Cuando iba a confesarse, se inventaba pecaditos a fin de quedarse allí más tiempo, de rodillas en la sombra, con la cara pegada a la rejilla bajo el cuchicheo del sacerdote. Las comparaciones de novio, de esposo, de amante celestial y de matrimonio eterno que se repiten en los sermones suscitaban en el fondo de su alma dulzuras inesperadas.

Por la noche, antes del rezo, hacían en el estudio una lectura religiosa. Era, durante la semana, algún resumen de Historia Sagrada o las Conferencias del abate Frayssinous, y, los domingos, a modo de recreo, pasajes del Genio del Cristianismo. ¡Cómo escuchó, las primeras veces, la lamentación sonora de las melancolías románticas que se repiten en todos los ecos de la tierra y de la eternidad! Si su infancia hubiera transcurrido en la trastienda de un barrio comercial, quizás se habría abierto entonces a las invasiones líricas de la naturaleza que, ordinariamente, no nos llegan más que por la traducción de los escritores. Pero conocía muy bien el campo; sabía del balido de los rebaños, de los productos lácteos, de los arados. Acostumbrada a los ambientes tranquilos, se inclinaba, por el contrario, a los agitados. No le gustaba el mar sino por sus tempestades y el verdor sólo cuando aparecía salpicado entre ruinas. Necesitaba sacar de las cosas una especie de provecho personal; y rechazaba como inútil todo lo que no contribuía al consuelo inmediato de su corazón, pues, siendo de temperamento más sentimental que artístico, buscaba emociones y no paisajes.

Había en el convento una solterona que venía todos los meses, durante ocho días, a repasar la ropa. Protegida por el arzobispado como perteneciente a una antigua familia aristócrata arruinada en la Revolución, comía en el refectorio a la mesa de las monjas y charlaba con ellas, después de la comida, antes de subir de nuevo a su trabajo. A menudo las internas se escapaban del estudio para ir a verla. Sabía de memoria canciones galantes del siglo pasado, que cantaba a media voz, mientras le daba a la aguja. Contaba cuentos, traía noticias, hacía los recados en la ciudad, y prestaba a las mayores, a escondidas, alguna novela que llevaba siempre en los bolsillos de su delantal, y de la cual la buena señorita devoraba largos capítulos en los descansos de su tarea. Sólo se trataba de amores, de galanes, amadas, damas perseguidas que se desmayaban en pabellones solitarios, mensajeros a quienes matan en todos los relevos, caballos reventados en todas las páginas, bosques sombríos, vuelcos de corazón, juramentos, sollozos, lágrimas y besos, barquillas a la luz de la luna, ruiseñores en los bosquecillos, señores bravos como leones, suaves como corderos, virtuosos como no hay, siempre de punta en blanco y que lloran como urnas funerarias. Durante seis meses, a los quince años, Emma se manchó las manos en este polvo de los viejos gabinetes de lectura. Con Walter Scott, después, se apasionó por los temas históricos, soñó con arcones, salas de guardias y trovadores. Hubiera querido vivir en alguna vieja mansión, como aquellas castellanas de largo corpiño, que, bajo el trébol de las ojivas, pasaban sus días con el codo apoyado en la piedra y la barbilla en la mano, viendo llegar del fondo del campo a un caballero de pluma blanca galopando sobre un caballo negro. En aquella época rindió culto a María Estuardo y veneración entusiasta a las mujeres ilustres o desgraciadas: Juana de Arco, Eloísa, Inés Sorel, la bella Ferronniere, y Clemencia Isaura para ella se destacaban como cometas sobre la tenebrosa inmensidad de la historia, donde surgían de nuevo por todas partes, pero más difuminados y sin ninguna relación entre sí, San Luis con su encina, Bayardo moribundo, algunas ferocidades de Luis XI, un poco de San Bartolomé, el penacho del Bearnés, y siempre el recuerdo de los platos pintados donde se ensalzaba a Luis XIV.

En clase de música, en las romanzas que cantaba, sólo se trataba de angelitos de alas doradas, madonas, lagunas, gondoleros, pacíficas composiciones que le dejaban entrever, a través de las simplezas del estilo y las imprudencias de la música, la atractiva fantasmagoría de las realidades sentimentales. Algunas de sus compañeras traían al convento los keepsakes que habían recibido de regalo. Había que esconderlos, era un problema; los leían en el dormitorio. Manejando delicadamente sus bellas encuadernaciones de raso, Emma fijaba sus miradas de admiración en el nombre de los autores desconocidos que habían firmado, la mayoría de las veces condes o vizcondes, al pie de sus obras.

Se estremecía al levantar con su aliento el papel de seda de los grabados, que se levantaba medio doblado y volvía a caer suavemente sobre la página. Era, detrás de la balaustrada de un balcón, un joven de capa corta estrechando entre sus brazos a una doncella vestida de blanco, que llevaba una escarcela a la cintura; o bien los retratos anónimos de las ladies inglesas con rizos rubios, que nos miran con sus grandes ojos claros bajo su sombrero de paja redondo. Se veían algunas recostadas en coches rodando por los parques, donde un lebrel saltaba delante del tronco de caballos conducido al trote por los pequeños postillones de pantalón blanco. Otras, tendidas sobre un sofá al lado de una carta de amor abierta, contemplaban la luna por la ventana entreabierta, medio tapada por una cortina negra. Las ingenuas, una lágrima en la mejilla, besuqueaban una tórtola a través de los barrotes de una jaula gótica, o, sonriendo, con la cabeza bajo el hombro, deshojaban una margarita con sus dedos puntiagudos y curvados hacia arriba como zapatos de punta respingada. Y también estabais allí vosotros, sultanes de largas pipas, extasiados en los cenadores, en brazos de las bayaderas, djiaours, sables turcos, gorros griegos, y, sobre todo, vosotros, paisajes pálidos de las regiones ditirámbicas, que a menudo nos mostráis a la vez palmeras, abetos, tigres a la derecha, un león a la izquierda, minaretes tártaros en el horizonte, ruinas romanas en primer plano, después camellos arrodillados; todo ello enmarcado por una selva virgen bien limpia y un gran rayo de sol perpendicular en el agua, de donde de tarde en tarde emergen como rasguños blancos, sobre un fondo de gris acero, unos cisnes nadando.

Y la pantalla del quinqué, colgado de la pared, por encima de la cabeza de Emma, iluminaba todos estos cuadros del mundo, que desfilaban ante ella unos detrás de otros, en el silencio del dormitorio y en el ruido lejano de algún simón retrasado que rodaba todavía por los bulevares.

Cuando murió su madre, lloró mucho los primeros días. Mandó hacer un cuadro fúnebre con el pelo de la difunta, y, en una carta que enviaba a Les Bertaux, toda llena de reflexiones tristes sobre la vida, pedía que cuando muriese la enterrasen en la misma sepultura. El pobre hombre creyó que estaba enferma y fue a verla. Emma se sintió satisfecha de haber llegado al primer intento a ese raro ideal de las existencias pálidas, a donde jamás llegan los corazones mediocres. Se dejó, pues, llevar por los meandros lamartinianos, escuchó las arpas sobre los lagos, todos los cantos de cisnes moribundos, todas las caídas de las hojas, las vírgenes puras que suben al cielo y la voz del Padre Eterno resonando en los valles. Se cansó de ello y, no queriendo reconocerlo, continuó por hábito, después por vanidad, y finalmente se vio sorprendida de sentirse sosegada y sin más tristeza en el corazón que arrugas en su frente.

Las buenas monjas, que tanto habían profetizado su vocación, se dieron cuenta con gran asombro de que la señorita Rouault parecía írseles de las manos. En efecto, ellas le habían prodigado tanto los oficios, los retiros, las novenas y los sermones, predicado tan bien el respeto que se debe a los santos y a los mártires, y dado tantos buenos consejos para la modestia del cuerpo y la salvación de su alma, que ella hizo como los caballos a los que tiran de la brida: se paró en seco y el bocado se le salió de los dientes. Aquella alma positiva, en medio de sus entusiasmos, que había amado la iglesia por sus flores, la música por la letra de las romanzas y la literatura por sus excitaciones pasionales, se sublevaba ante los misterios de la fe, lo mismo que se irritaba más contra la disciplina, que era algo que iba en contra de su constitución. Cuando su padre la retiró del internado, no sintieron verla marchar. La superiora encontraba incluso que se había vuelto, en los últimos tiempos, poco respetuosa con la comunidad.

A Emma, ya en su casa, le gustó al principio mandar a los criados, luego se cansó del campo y echó de menos su convento. Cuando Carlos vino a Les Bertaux por primera vez, ella se sentía como muy desilusionada, como quien no tiene ya nada que aprender, ni le queda nada por experimentar.

Pero la ansiedad de un nuevo estado, o tal vez la irritación causada por la presencia de aquel hombre, había bastado para hacerle creer que por fin poseía aquella pasión maravillosa que hasta entonces se había mantenido como un gran pájaro de plumaje rosa planeando en el esplendor de los cielos poéticos, y no podía imaginarse ahora que aquella calma en que viva fuera la felicidad que había soñado.

0

7

CAPÍTULO VII

A veces pensaba que, a pesar de todo, aquellos eran los más bellos días de su vida, la luna de miel como decían. Para saborear su dulzura, habría sin duda que irse a esos países de nombres sonoros donde los días que siguen a la boda tienen más suaves ocios. En sillas de posta, bajo cortinillas de seda azul, se sube al paso por caminos escarpados, escuchando la canción del postillón, que se repite en la montaña con las campanillas de las cabras y el sordo rumor de, la cascada. Cuando se pone el sol, se respira a la orilla de los golfos el perfume de los limoneros; después, por la noche, en la terraza de las quintas, a solas y con los dedos entrecruzados, se mira a las estrellas haciendo proyectos. Le parecía que algunos lugares en la tierra debían de producir felicidad, como una planta propia de un suelo y que no prospera en otra parte. ¡Quién pudiera asomarse al balcón de los chalets suizos o encerrar su tristeza en una casa de campo escocesa, con su marido vestido de frac de terciopelo negro de largos faldones y calzado con botas flexibles y con un sombrero puntiagudo y puños en las bocamangas!

Quizás hubiera deseado hacer a alguien la confidencia de todas estas cosas. Pero, ¿cómo explicar un vago malestar que cambia de aspecto como las nubes, que se arremolina como el viento? Le faltaban las palabras, la ocasión, ¡el valor!

Si Carlos, sin embargo, lo hubiera querido, si lo hubiera sospechado, si su mirada, por una sola vez, hubiera ido al encuentro de su pensamiento, le parecía que una abundancia súbita se habría desprendido de su corazón, como cae la fruta de un árbol en espaldar cuando se acerca a él la mano. Pero a medida que se estrechaba más la intimidad de su vida, se producía un despegue interior que la separaba de él.

La conversación de Carlos era insulsa como una acera de calle, y las ideas de todo el mundo desfilaban por ella en su traje ordinario, sin causar emoción, risa o ensueño. Nunca había sentido curiosidad -decía- cuando vivía en Rouen, por ir al teatro a ver a los actores de París. No sabía ni nadar ni practicar la esgrima, ni tirar con la pistola, y, un día, no fue capaz de explicarle un término de equitación que ella había encontrado en una novela.

¿Acaso un hombre no debía conocerlo todo, destacar en actividades múltiples, iniciar a la mujer en las energías de la pasión, en los refinamientos de la vida, en todos los misterios? Pero éste no enseñaba nada, no sabía nada, no deseaba nada. La creía feliz y ella le reprochaba aquella calma tan impasible, aquella pachorra apacible, hasta la felicidad que ella le proporcionaba.

Emma dibujaba a veces; y para Carlos era un gran entretenimiento permanecer allí, de pie, mirándola inclinada sobre la lámina, guiñando los ojos para ver mejor su obra, o modelando con los dedos bolitas de miga de pan. Cuando tocaba el piano, cuanto más veloces corrían los dedos, más embelesado se quedaba él. Ella golpeaba las teclas con aplomo, y recorría de arriba a abajo el teclado sin pararse. Sacudido así por ella, el viejo instrumento, cuyas cuerdas tremolaban, se oía hasta el extremo del pueblo si la ventana estaba abierta, y a menudo el alguacil que pasaba por la carretera se paraba a escucharlo, con su hoja de papel en la mano.

Por otra parte, Emma sabía llevar su casa. Enviaba a los enfermos la cuenta de sus visitas, en cartas tan bien escritas, que no olían a factura. Cuando, los domingos, tenían algún vecino invitado, se ingeniaba para presentar un plato atractivo, sabía colocar sobre hojas de parra las pirámides de claudias, servía los tarros de confitura volcados en un plato, a incluso hablaba de comprar enjuagadientes para el postre. Todo esto repercutía en la consideración de Bovary.

Carlos terminaba estimándose más por tener una mujer semejante. Mostraba con orgullo en la sala dos pequeños croquis dibujados a lápiz por ella, a los que había mandado poner unos marcos muy anchos y colgar sobre el papel de la pared con largos cordones verdes. Al salir de misa, se le veía en la puerta de la casa con bonitas zapatillas bordadas.

Volvía tarde a casa, a las diez, a medianoche a veces. Entonces pedía la cena, y, como la criada estaba acostada, era Emma quien se la servía. Se quitaba la levita para cenar más cómodo. Iba contando una tras otra las personas que había encontrado, los pueblos donde había estado, las recetas que había escrito, y, satisfecho de sí mismo, comía el resto del guisado, pelaba su queso, mordía una manzana, vaciaba su botella, se acostaba boca arriba y roncaba.

Como había tenido durante mucho tiempo la costumbre del gorro de algodón para dormir, su pañuelo no le aguantaba en las orejas; por eso su pelo, por la mañana, estaba caído, revuelto sobre su cara y blanqueado por la pluma de la almohada, cuyas cintas se desataban durante la noche. Llevaba siempre unas fuertes botas, que tenían en la punta dos pliegues gruesos torciendo hacia los tobillos mientras que el resto del empeine continuaba en línea recta, estirado como si estuviera en la horma. Decía que esto era suficiente para el campo.

La madre estaba de acuerdo con esta economía, pues iba a verlo como antes, cuando había habido en su casa alguna disputa un poco violenta; y sin embargo la señora Bovary madre parecía prevenida contra su nuera. ¡La encontraba «de un tono demasiado subido para su posición económica»; la leña, el azúcar y las velas se gastaban como en una gran casa y la cantidad de carbón que se quemaba en la cocina habría bastado para veinticinco platos! Ella ordenaba la ropa en los armarios y le enseñaba a vigilar al carnicero cuando traía la carne. Emma recibía sus lecciones; la señora Bovary las prodigaba; y las palabras de «hija mía» y de «mamá» se intercambiaban con un ligero temblor de labios lanzándose cada una palabras suaves con una voz temblando de cólera.

En el tiempo de la señora Dubuc, la vieja señora se sentía todavía la preferida; pero, ahora, el amor de Carlos por Emma le parecía una deserción de su ternura, una invasión de aquello que le pertenecía; y observaba la felicidad de su hijo con un silencio triste, como alguien venido a menos que mira, a través de los cristales, a la gente sentada a la mesa en su antigua casa. Le recordaba sus penas y sus sacrificios, y, comparándolos con las negligencias de Emma, sacaba la conclusión de que no era razonable adorarla de una manera tan exclusiva.

Carlos no sabía qué responder; respetaba a su madre y amaba infinitamente a su mujer; consideraba el juicio de una como infalible y, al mismo tiempo, encontraba a la otra irreprochable. Cuando la señora Bovary se había ido, él intentaba insinuar tímidamente, y en los mismos términos, una o dos de las más anodinas observaciones que había oído a su madre; Emma, demostrándole con una palabra que se equivocaba, le decía que se ocupase de sus enfermos.

Entretanto, según teorías que ella creía buenas, quiso sentirse enamorada. A la luz de la luna, en el jardín, recitaba todas las rimas apasionadas que sabía de memoria y le cantaba suspirando adagios melancólicos; pero pronto volvía a su calma inicial y Carlos no se mostraba ni más enamorado ni más emocionado.

Después de haber intentado de este modo sacarle chispas a su corazón sin conseguir ninguna reacción de su marido, quien, por lo demás, no podía comprender lo que ella no sentía, y sólo creía en lo que se manifestaba por medio de formas convencionales, se convenció sin dificultad de que la pasión de Carlos no tenía nada de exorbitante. Sus expansiones se habían hecho regulares; la besaba a ciertas horas, era un hábito entre otros, y como un postre previsto anticipadamente, después de la monotonía de la cena.

Un guarda forestal, curado por el señor de una pleuresía, había regalado a la señora una perrita galga italiana; ella la llevaba de paseo, pues salía a veces, para estar sola un instante y perder de vista el eterno jardín con el camino polvoriento.

Iba hasta el hayedo de Banneville, cerca del pabellón abandonado que hace esquina con la pared, por el lado del campo. Hay en el foso, entre las hierbas, unas largas cañas de hojas cortantes.

Empezaba a mirar todo alrededor, para ver si había cambiado algo desde la última vez que había venido. Encontraba en sus mismos sitios las digitales y los alhelíes, los ramos de ortigas alrededor de las grandes piedras y las capas de liquen a lo largo de las tres ventanas, cuyos postigos siempre cerrados se iban cayendo de podredumbre sobre sus barrotes de hierro oxidado. Su pensamiento, sin objetivo al principio, vagaba al azar, como su perrita, que daba vueltas por el campo, ladraba detrás de las mariposas amarillas, cazaba las musarañas o mordisqueaba las amapolas a orillas de un trigal. Luego sus ideas se fijaban poco a poco, y, sentada sobre el césped, que hurgaba a golpecitos con la contera de su sombrilla, se repetía:

-¡Dios mío!, ¿por qué me habré casado?

En la ciudad, con el ruido de las calles, el murmullo de los teatros y las luces del baile, llevaban unas vidas en las que el corazón se dilata y se despiertan los sentidos. Pero su vida era fría como un desván cuya ventana da al norte, y el aburrimiento, araña silenciosa, tejía su tela en la sombra en todos los rincones de su corazón. Recordaba los días de reparto de premios, en que subía al estrado para ir a recoger sus pequeñas coronas. Con su pelo trenzado, su vestido blanco y sus zapatitos de «prunelle» escotados, tenía un aire simpático, y los señores, cuando regresaba a su puesto, se inclinaban para felicitarla; el patio estaba lleno de calesas, le decían adiós por las portezuelas, el profesor de música pasaba saludando con su caja de violín. ¡Qué lejos estaba todo aquello! iQué lejos estaba!

Llamaba a Djali, la cogía entre sus rodillas, pasaba sus dedos sobre su larga cabeza fina y le decía:

-Vamos, besa a tu ama, tú que no tienes penas.

Después, contemplando el gesto melancólico del esbelto animal que bostezaba lentamente, se enternecía, y, comparándolo consigo misma, le hablaba en alto, como a un afligido a quien se consuela.

A veces llegaban ráfagas de viento, brisas del mar que, extendiéndose de repente por toda la llanura del País de Caux, traían a los confines de los campos un frescor salado. Los juncos silbaban a ras de tierra, y las hojas de las hayas hacían ruido con un temblor rápido, mientras que las copas, balanceándose sin cesar, proseguían su gran murmullo. Emma se ceñía el chal a los hombros y se levantaba.

En la avenida, una luz verde proyectada por el follaje iluminaba el musgo raso, que crujía suavemente bajo sus pies. El sol se ponía; el cielo estaba rojo entre las ramas, y los troncos iguales de los árboles plantados en línea recta parecían una columnata parda que se destacaba sobre un fondo dorado; el miedo se apoderaba de ella, llamaba a Djali, volvía de prisa a Tostes por la carretera principal, se hundía en un sillón y no hablaba en toda la noche.

Pero a finales de septiembre algo extraordinario pasó en su vida: fue invitada a la Vaubyessard, a casa del marqués de Anvervilliers.

Secretario de Estado bajo la Restauración, el marqués, que trataba de volver a la vida política, preparaba desde hacía mucho tiempo su candidatura a la Cámara de Diputados. En invierno hacía muchos repartos de leña, y en el Consejo General reclamaba siempre con interés carreteras para su distrito. En la época de los grandes calores había tenido un flemón en la boca, del que Carlos le había curado como por milagro, acertando con un toque de lanceta.

El administrador enviado a Tostes para pagar la operación contó, por la noche, que había visto en el huertecillo del médico unas cerezas soberbias. Ahora bien, las cerezas crecían mal en la Vaubyessard, el señor marqués pidió algunos esquejes a Bovary, se sintió obligado a darle las gracias personalmente, vio a Emma, se dio cuenta de que tenía una bonita cintura y de que no saludaba como una campesina; de modo que no creyeron en el castillo sobrepasar los límites de la condescendencia, ni por otra parte cometer una torpeza, invitando al joven matrimonio.

Un miércoles, a las tres, el señor y la señora Bovary salieron en su carricoche para la Vaubyessard, con un gran baúl amarrado detrás y una sombrerera que iba colocada delante del pescante. Carlos llevaba además una caja entre las piernas.

Llegaron al anochecer, cuando empezaban a encender los faroles en el parque para alumbrar a los coches.

0

8

CAPÍTULO VIII

La mansión, de construcción moderna, al estilo italiano, con dos alas salientes y tres escalinatas, se alzaba en la parte baja de un inmenso prado cubierto de hierba donde pastaban algunas vacas, entre bosquecillos de grandes árboles espaciados mientras que macizos de arbustos, rododendros, celindas y bolas de nieve abombaban sus matas de verdor desiguales sobre la línea curva del camino enarenado.

Por debajo de un puente corría un riachuelo; a través de la bruma, se distinguían unas construcciones cubiertas de paja, esparcidas en la pradera, que terminaba en suave pendiente en dos lomas cubiertas de bosque y, por detrás, en los macizos, se alzaban, en dos líneas paralelas, las cocheras y las cuadras, restos que se conservaban del antiguo castillo demolido.

El carricoche de Carlos se paró delante de la escalinata central; aparecieron unos criados; se adelantó el marqués, y, ofreciendo el brazo a la mujer del médico, la introdujo en el vestíbulo.

Estaba pavimentado de losas de mármol, era de techo muy alto, y el ruido de los pasos, junto con el de las voces, resonaba como en una iglesia. Enfrente subía una escalera recta, y a la izquierda una galería que daba al jardín conducía a la sala de billar, desde cuya puerta se oía el ruido de las bolas de marfil al chocar en carambola. Cuando lo atravesaba para ir al salón, Emma vio alrededor de la mesa a unos hombres de aspecto grave, apoyado el mentón sobre altas corbatas, todos ellos con condecoraciones, y sonriendo en silencio al empujar el taco de billar. De la oscura madera que revestía las paredes colgaban unos grandes cuadros con marco dorado que tenían al pie unos nombres escritos en letras negras. Emma leyó: «Juan Antonio d'Andervilliers d'lberbonville, conde de la Vaubyessard y barón de la Fresnaye, muerto en la batalla de Coutras, el 20 de octubre de 1587.» Y en otro: «Juan Antonio Enrique---Guy d'Andervilliers de la Vaubyessard, almirante de Francia y caballero de la Orden de San Miguel, herido en el combate de la Hougue. Saint-Vaast, el 29 de mayo de 1692, muerto en la Vaubyessard el 23 de enero de 1693.» Después, los siguientes apenas se distinguían porque la luz de las lámparas, proyectada sobre el tapete verde del billar, dejaba flotar una sombra en la estancia. Bruñendo los cuadros horizontales, se quebraba contra ellos en finas aristas, según las resquebrajaduras del barniz; y de todos aquellos grandes cuadros negros enmarcados en oro se destacaba, acá y a11á, alguna parte más clara de la pintura, una frente pálida, dos ojos que parecían mirarte, unas pelucas que se extendían sobre el hombro empolvado de los uniformes rojos, o bien la hebilla de una jarretera en lo alto de una rolliza pantorrilla.

El marqués abrió la puerta del salón; una de las damas se levantó (la marquesa en persona), fue al encuentro de Emma y le hizo sentarse a su lado en un canapé, donde empezó a hablarle amistosamente, como si la conociese desde hacía mucho tiempo. Era una mujer de unos cuarenta años, de hermosos hombros, nariz aguileña, voz cansina, y que llevaba aquella noche sobre su pelo castaño, una sencilla mantilla de encaje que le caía por detrás en triángulo. A su lado estaba una joven rubia sentada en una silla de respaldo alto; y unos señores, que llevaban una pequeña flor en el ojal de su frac, conversaban con las señoras alrededor de la chimenea.

A las siete sirvieron la cena. Los hombres, más numerosos, pasaron a la primera mesa, en el vestíbulo, y las señoras a la segunda, en el comedor, con el marqués y la marquesa.

Al entrar, Ernma se sintió envuelta por un aire cálido, mezcla de perfume de flores y de buena ropa blanca, del aroma de las viandas y del olor de las trufas. Las velas de los candelabros elevaban sus llamas sobre las tapas de las fuentes de plata; los cristales tallados, cubiertos de un vaho mate, reflejaban unos rayos pálidos; a lo largo de la mesa se alineaban ramos de flores, y, en los platos de anchos bordes las servilletas, dispuestas en forma de mitra, sostenían en el hueco de sus dos pliegues cada una un panecillo ovalado. Las patas rojas de los bogavantes salían de las fuentes; grandes frutas en cestas caladas se escalinaban sobre el musgo; las codornices conservaban sus plumas, olía a buena comida; y con medias de seda, calzón corto, corbata blanca, chorreras, grave como un juez, el maestresala que pasaba entre los hombros de los invitados las fuentes con las viandas ya trinchadas, hacía saltar con un golpe de cuchara el trozo que cada uno escogía. Sobre la gran estufa de porcelana una estatua de mujer embozada hasta el mentón miraba inmóvil la sala llena de gente.

Madame Bovary observó que varias damas no habían puesto los guantes en su copa.

Entretanto, en la cabecera de la mesa, solo entre todas estas mujeres, inclinado sobre su plato lleno, y con la servilleta atada al cuello como un niño, un anciano comía, dejando caer de su boca gotas de salsa. Tenía los ojos enrojecidos y llevaba una pequeña coleta, atada con una cinta negra. Era el suegro del marqués, el viejo duque de Laverdière, el antiguo favorito del conde de Artón, en tiempos de las partidas de caza en Vaudreuil, en casa del marqués de Conflans, y que había sido, decían, el amante de la reina María Antonieta, entre los señores de Coigny y de Lauzun. Había llevado una vida escandalosa, llena de duelos, de apuestas, de mujeres raptadas, había derrochado su fortuna y asustado a toda su familia. Un criado, detrás de su silla, le nombraba en voz alta, al oído, los platos que él señalaba con el dedo tartamudeando; y sin cesar los ojos de Emma se volvían automáticamente a este hombre de labios colgantes, como a algo extraordinario y augusto. ¡Había vivido en la Corte y se había acostado en lechos de reinas!

Sirvieron vino de champaña helado. Emma tembló en toda su piel al sentir aquel frío en su boca. Nunca había visto granadas ni comido piña. El azúcar en polvo incluso le pareció más blanco y más fino que en otros sitios.

Después, las señoras subieron a sus habitaciones a arreglarse para el baile.

Emma se acicaló con la conciencia meticulosa de una actriz debutante. Se arregló el pelo, según las recomendaciones del peluquero, y se enfundó en su vestido de barés, extendido sobre la cama. A Carlos le apretaba el pantalón en el vientre.

-Las trabillas me van a molestar para bailar -dijo.

-¿Bailar? -replicó Emma.

-¡Sí!

-¡Pero has perdido la cabeza!, se burlarían de ti, quédate en tu sitio. Además, es más propio para un médico -añadió ella.

Carlos se calló. Se paseaba por toda la habitación esperando que Emma terminase de vestirse.

La veía por detrás, en el espejo, entre dos candelabros. Sus ojos negros parecían más negros. Sus bandós, suavemente ahuecados hacia las orejas, brillaban con un destello azul; en su moño temblaba una rosa sobre un tallo móvil, con gotas de agua artificiales en la punta de sus hojas. Llevaba un vestido de azafrán pálido, adornado con ramilletes de rosas de pitiminí mezcladas con verde.

Carlos fue a besarle en el hombro.

-¡Déjame! -le dijo ella-. Me arrugas el vestido.

Se oyó un ritornelo de un violín y los sonidos de una trompa. Ella bajó la escalera, conteniéndose para no correr.

Habían empezado las contradanzas. Llegaba la gente. Se empujaban. Emma se situó cerca de la puerta, en una banqueta.

Terminada la contradanza, quedó libre la pista para los grupos de hombres que charlaban de pie y los servidores de librea que traían grandes bandejas. En la fila de las mujeres sentadas, los abanicos pintados se agitaban, los ramilletes de flores medio ocultaban la sonrisa de las caras, y los frascos con tapa de oro giraban en manos entreabiertas cuyos guantes blancos marcaban la forma de las uñas y apretaban la carne en la muñeca. Los adornos de encajes, los broches de diamantes, las pulseras de medallón temblaban en los corpiños, relucían en los pechos, tintineaban en los brazos desnudos. Las cabelleras, bien pegadas en las frentes y recogidas en la nuca, lucían en coronas, en racimos, o en ramilletes de miosotis, jazmín, flores de granado, espigas o acianos. Algunas madres, con mirada ceñuda, tocadas de turbantes rojos, permanecían pacíficas en sus asientos.

A Emma le palpitó un poco el corazón cuando, enlazada a su caballero por la punta de los dedos, fue a ponerse en fila, y esperó el ataque del violín para comenzar. Pero pronto desapareció la emoción; y balanceándose al ritmo de la orquesta, se deslizaba hacia delante, con ligeros movimientos del cuello. Una sonrisa le asomaba a los labios al escuchar ciertos primores del violín, que tocaba solo, a veces, cuando se callaban los otros instrumentos; se oía el claro sonido de los luises de oro que se echaban al lado sobre los tapetes de las mesas; después, todo recomenzaba al mismo tiempo, el cornetín lanzaba un trompetazo sonoro, los pies volvían a encontrar el compás, las faldas se ahuecaban, se cogían las manos, se soltaban; los mismos ojos, que se bajaban ante la pareja de baile, volvían a fijarse en ella.

Algunos hombres, unos quince, de veinticinco a cuarenta años, que se movían entre las parejas de baile o charlaban a la entrada de las puertas, se distinguían de la muchedumbre por un aire de familia, cualesquiera que fuesen sus diferencias de edad, de atuendo o de cara.

Sus trajes, mejor hechos, parecían de un paño más suave, y sus cabellos peinados en bucles hacia las sienes, abrillantados por pomadas más finas. Tenían la tez de la riqueza, esa tez blanca realzada por la palidez de las porcelanas, los reflejos del raso, el barniz de los bellos muebles, y que se mantiene lozano gracias a un régimen discreto de alimentos exquisitos. Su cuello se movía holgadamente sobre sus corbatas bajas; sus patillas largas caían sobre cuellos vueltos; se limpiaban los labios con pañuelos bordados con una gran inicial y que desprendían un perfume suave. Los que empezaban a envejecer tenían aspecto juvenil, mientras que un aire de madurez se veía en la cara de los jóvenes. En sus miradas indiferentes flotaba el sosiego de las pasiones diariamente satisfechas; y, a través de sus maneras suaves, se manifestaba esa brutalidad particular que comunica el dominio de las cosas medio fáciles, en las que se ejercita la fuerza y se recrea la vanidad, el manejo de los caballos de raza y el trato con las mujeres perdidas.

A tres pasos de Emma, un caballero de frac azul hablaba de Italia con una mujer pálida que lucía un aderezo de perlas. Ponderaban el grosor de los pilares de San Pedro, Tívoli, el Vesubio, Castellamare y los Cassines, las rosas de Génova, el Coliseo a la luz de la luna. Emma escuchaba con su otra oreja una conversación con muchas palabras que no entendía. Rodeaban a un hombre muy joven que la semana anterior había derrotado a Miss-Arabelle y a Romulus y ganado dos mil luises saltando un foso en Inglaterra. Uno se quejaba de sus jinetes, que engordaban; otro, de las erratas de imprenta que habían alterado el nombre del animal.

La atmósfera del baile estaba pesada; las lámparas palidecían. La gente refluía a la sala de billar. Un criado se subió a una silla y rompió dos cristales; al ruido de los vidrios rotos, Madame Bovary volvió la cabeza y percibió en el jardín, junto a las vidrieras, unas caras de campesinos que estaban mirando. Entonces acudió a su memoria el recuerdo de Les Bertaux. Volvió a ver la granja, la charca cenagosa, a su padre en blusa bajo los manzanos, y se vio a sí misma, como antaño, desnatando con su dedo los barreños de leche en la lechería. Pero, ante los fulgores de la hora presente, su vida pasada, tan clara hasta entonces, se desvanecía por completo, y hasta dudaba si la había vivido. Ella estaba a11í: después, en torno al baile, no había más que sombra que se extendía a todo lo demás. En aquel momento estaba tomando un helado de marrasquino, que sostenía con la mano izquierda, en una concha de plata sobredorada, y entornaba los ojos con la cucharilla entre los dientes.

Una señora a su lado dejó caer su abanico. Un danzante pasaba.

-¿Me hace el favor -dijo la señora-, de recogerme el abanico, que está detrás de ese canapé?

El caballero se inclinó, y mientras hacía el movimiento de extender el brazo, Emma vio la mano de la joven que echaba en su sombrero algo de color blanco, doblado en forma de triángulo. El caballero recogió el abanico y se lo ofreció a la dama respetuosamente; ella le dio las gracias con una señal de cabeza y se puso a oler su ramillete de flores.

Después de la cena, en la que se sirvieron muchos vinos de España, del Rin, sopas de cangrejos y de leche de almendras, pudín a lo Trafalgar y toda clase de carnes frías con gelatinas alrededor que temblaban en las fuentes, los coches empezaron a marcharse unos detrás de otros. Levantando la punta de la cortina de muselina, se veía deslizarse en la sombra la luz de sus linternas. Las banquetas se vaciaban; todavía quedaban algunos jugadores; los músicos humedecían con la lengua la punta de sus dedos; Carlos estaba medio dormido, con la espalda apoyada contra una puerta.

A las tres de la mañana comenzó el cotillón. Emma no sabía bailar el vals. Todo el mundo valseaba, incluso la misma señorita d'Andervilliers y la marquesa; no quedaban más que los huéspedes del palacio, una docena de personas más o menos.

Entretanto, uno de los valseadores, a quien llamaban familiarmente «vizconde», y cuyo chaleco muy abierto parecía ajustado al pecho, se acercó por segunda vez a invitar a Madame Bovary asegurándole que la llevaría y que saldría airosa.

Empezaron despacio, después fueron más deprisa. Daban vueltas: todo giraba a su alrededor, las lámparas, los muebles, las maderas, el suelo, como un disco sobre su eje. Al pasar cerca de las puertas, los bajos del vestido de Emma se pegaban al pantalón del vizconde; sus piernas se entrecruzaban; él inclinaba su mirada hacia ella, ella levantaba la suya hacia él; una especie de mareo se apoderó de ella, se quedó parada. Volvieron a empezar; y, con un movimiento más rápido, el vizconde, arrastrándola, desapareció con ella hasta el fondo de la galería, donde Emma, jadeante, estuvo a punto de caerse, y un instante apoyó la cabeza sobre el pecho del vizconde, y después, sin dejar de dar vueltas, pero más despacio, él la volvió a acompañar a su sitio; ella se apoyó en la pared y se tapó los ojos con la mano.

Cuando volvió a abrirlos, en medio del salón, una dama sentada sobre un taburete tenía delante de sí a tres caballeros arrodillados. Ella escogió al vizconde, y el violín volvió a empezar.

Los miraban. Pasaban y volvían, ella con el cuerpo inmóvil y el mentón bajado, y él siempre en su misma postura, arqueado el cuerpo, echado hacia atrás, el codo redondeado, los labios salientes. ¡Ésta sí que sabía valsear! Continuaron mucho tiempo y cansaron a todos los demás.

Aún siguieron hablando algunos minutos, y, después de darse las buenas noches o más bien los buenos días, los huéspedes del castillo fueron a acostarse.

Carlos arrastraba los pies cogiéndose al pasamanos, las rodillas se le metían en el cuerpo. Había pasado cinco horas seguidas, de pie delante de las mesas, viendo jugar al whist sin entender nada. Por eso dejó escapar suspiros de satisfacción cuando se quitó las botas.

Emma se puso un chal sobre los hombros, abrió la ventana y apoyó los codos en el antepecho.

La noche estaba oscura. Caían unas gotas de lluvia. Ella aspiró el viento húmedo que le refrescaba los párpados. La música del baile zumbaba todavía en su oído, y hacía esfuerzos por mantenerse despierta, a fin de prolongar la ilusión de aquella vida de lujo que pronto tendría que abandonar.

Empezó a amanecer. Emma miró detenidamente las ventanas del castillo, intentando adivinar cuáles eran las habitaciones de todos aquéllos que había visto la víspera. Hubiera querido conocer sus vidas, penetrar en ellas, confundirse con ellas.

Pero temblaba de frío. Se desnudó y se arrebujó entre las sábanas, contra Carlos, que dormía.

Hubo mucha gente en el desayuno. Duró diez minutos; no se sirvió ningún licor, lo cual extrañó al médico. Después, la señorita d'Andervilliers recogió los trozos de bollo en una cestilla para llevárselos a los cisnes del estanque y se fueron a pasear al invernadero, caliente, donde unas plantas raras, erizadas de pelos, se escalonaban en pirámides bajo unos jarrones colgados, que, semejantes a nidos de serpientes, rebosantes, dejaban caer de su borde largos cordones verdes entrelazados.

El invernadero de naranjos, que se encontraba al fondo, conducía por un espacio cubierto hasta las dependencias del castillo. El marqués, para entretener a la joven, la llevó a ver las caballerizas. Por encima de los pesebres, en forma de canasta, unas placas de porcelana tenían grabado en negro el nombre de los caballos. Cada animal se agitaba en su compartimento cuando se pasaba cerca de él chasqueando la lengua. El suelo del guadarnés brillaba a la vista como el de un salón. Los arreos de coche estaban colocados en el medio sobre dos columnas giratorias, y los bocados, los látigos, los estribos, las barbadas, alineadas a todo lo largo de la pared.

Carlos, entretanto, fue a pedir a un criado que le enganchara su coche. Se lo llevaron delante de la escalinata, y una vez en él todos los paquetes, los esposos Bovary hicieron sus cumplidos al marqués y a la marquesa y salieron para Tostes.

Emma, silenciosa, miraba girar las ruedas. Carlos, situado en la punta de la banqueta, conducía con los dos brazos separados, y el pequeño caballo trotaba levantando las dos patas del mismo lado entre los varales que estaban demasiado separados para él. Las riendas flojas batían sobre su grupa empapándose de sudor, y la caja atada detrás del coche golpeaba acompasadamente la carrocería.

Estaban en los altos de Thibourville, cuando de pronto los pasaron unos hombres a caballo riendo con sendos cigarros en la boca. Emma creyó reconocer al vizconde; se volvió y no percibió en el horizonte más que el movimiento de cabezas que bajaban y subían, según la desigual cadencia del trote o del galope.

Un cuarto de hora más tarde hubo que pararse para arreglar con una cuerda la correa de la retranca que se había roto.

Pero Carlos, echando una última ojeada al arnés, vio algo caído entre las piernas de su caballo; y recogió una cigarrera toda bordada de seda verde y con un escudo en medio como la portezuela de una carroza.

-Hasta hay dos cigarros dentro -dijo-; serán para esta noche, después de cenar.

-¿Así que tú fumas? -le preguntó ella.

-A veces, cuando hay ocasión.

Cuando llegaron a casa la cena no estaba preparada. La señora se enfadó. Anastasia contestó insolentemente.

-¡Márchese! -dijo Emma-. Esto es una  burla, queda despedida.

De cena había sopa de cebolla, con un trozo de ternera con acederas. Carlos, sentado frente a Emma, dijo frotándose las manos con aire feliz:

-¡Qué bien se está en casa!

Se oía llorar a Anastasia. Él le tenía afecto a aquella pobre chica. En otro tiempo le había hecho compañía durante muchas noches, en los ocios de su viudedad.

Era su primera paciente, su más antigua relación en el país.

-¿La has despedido de veras?

-Sí. ¿Quién me lo impide? -contestó Ernma.

Después se calentaron en la cocina mientras les preparaba su habitación.

Carlos se puso a fumar. Fumaba adelantando los labios, escupiendo a cada minuto, echándose atrás a cada bocanada.

-Te va a hacer daño -le dijo ella desdeñosamente.

Dejó su cigarro y corrió a beber en la bomba un vaso de agua fría. Emma, cogiendo la petaca, la arrojó vivamente en el fondo del armario.

¡Qué largo se hizo el día siguiente!

Emma se paseó por su huertecillo, yendo y viniendo por los mismos paseos, parándose ante los arriates, ante la espaldera, ante el cura de alabastro, contemplando embobada todas estas cosas de antaño que conocía tan bien.

¡Qué lejos le parecía el baile! ¿Y quién alejaba tanto la mañana de anteayer de la noche de hoy? Su viaje a la Vaubyessard había abierto una brecha en su vida como esas grandes grietas que una tormenta en una sola noche excava a veces en las montañas. Sin embargo, se resignó; colocó cuidadosamente en la cómoda su hermoso traje y hasta sus zapatos de raso, cuya suela se había vuelto amarilla al contacto con la cera resbaladiza del suelo. Su corazón era como ellos; al roce con la riqueza, se le había pegado encima algo que ya no se borraría.

El recuerdo de aquel baile fue una ocupación para Emma. Cada miércoles se decía al despertar: «¡Ah, hace ocho días... hace quince días..., hace tres semanas, yo estaba allí!» Y poco a poco, las fisonomías se fueron confundiendo en su memoria, olvidó el aire de las contradanzas, no vio con tanta claridad las libreas y los salones; algunos detalles se le borraron, pero le quedó la añoranza.

0

9

CAPÍTULO IX

A menudo, cuando Carlos había salido, ella iba a coger en el armario, entre los pliegues de la ropa blanca donde la había dejado, la cigarrera de seda verde.

La miraba, la abría, a incluso aspiraba el aroma de su forro, mezcla de verbena y de tabaco. ¿De quién era? Del vizconde. Era quizás un regalo de su amante. Habrían bordado aquello sobre algún bastidor de palisandro, mueble gracioso que se ocultaba a todas las miradas, delante del cual habían pasado muchas horas y sobre el que se habrían inclinado los suaves rizos de la bordadora pensativa. Un hálito de amor había pasado entre las mallas del cañamazo; cada puntada de aguja habría fijado a11í una esperanza y un recuerdo, y todos estos hilos de seda entrelazados no eran más que la continuidad de la misma pasión silenciosa. Y después, el vizconde se la habría llevado consigo una mañana. ¿De qué habrían hablado cuando la cigarrera se quedaba en las chimeneas de ancha campana entre los jarrones de flores y los relojes Pompadour? Ella estaba en Tostes. ¡El estaba ahora en París, tan lejos! ¿Cómo era París? ¡Qué nombre extraordinario! Ella se lo repetía a media voz, saboreándolo; sonaba a sus oídos como la campana de una catedral y resplandecía a sus ojos hasta en la etiqueta de sus tarros de cosméticos.

De noche, cuando los pescaderos pasaban en sus carretas bajo sus ventanas cantando la Marjolaine, ella se despertaba; y escuchando el ruido de las ruedas herradas que al salir del pueblo se amortiguaba enseguida al pisar tierra, se decía:

-«¡Mañana estarán allí!»

Y los seguía en su pensamiento, subiendo y bajando las cuestas, atravesando los pueblos, volando sobre la carretera principal, a la luz de las estrellas. Al cabo de una distancia indeterminada se encontraba siempre un lugar confuso donde expiraba su sueño.

Se compró un plano de París y, con la punta de su dedo sobre el mapa, hacía recorridos por la capital. Subía los bulevares, deteniéndose en cada esquina, entre las líneas de las calles, ante los cuadrados blancos que figuraban las casas. Por fin, cansados los ojos, cerraba sus párpados, y veía en las tinieblas retorcerse al viento farolas de gas con estribos de calesas, que bajaban con gran estruendo ante el peristilo de los teatros.

Se suscribió a La Corbeille, periódico femenino, y al Sylphe des salons. Devoraba, sin dejarse nada, todas las reseñas de los estrenos de teatro, de carreras y de fiestas, se interesaba por el debut de una cantante, por la apertura de una tienda. Estaba al tanto de las modas nuevas, conocía las señas de los buenos modistos, los días de Bois o de Ópera. Estudió, en Eugenio Sue, descripciones de muebles; leyó a Balzac y a George Sand buscando en ellos satisfacciones imaginarias a sus apetencias personales. Hasta la misma mesa llevaba su libro y volvía las hojas, mientras que Carlos comía y le hablaba. El recuerdo del vizconde aparecía siempre en sus lecturas. Entre él y los personajes inventados establecía comparaciones. Pero el círculo cuyo centro era el vizconde se ampliaba a su alrededor y aquella aureola que tenía, alejándose de su cara, se extendió más lejos para iluminar otros sueños.

París, más vago que el Océano, resplandecía, pues, a los ojos de Emma entre encendidos fulgores. La vida multiforme que se agitaba en aquel tumulto estaba, sin embargo, compartimentada, clasificada en cuadros distintos. Emma no percibía más que dos o tres, que le ocultaban todos los demás y representaban por sí solos la humanidad entera. El mundo de los embajadores caminaba sobre pavimentos relucientes, en salones revestidos de espejos, alrededor de mesas ovales, cubiertas de un tapete de terciopelo con franjas doradas. Allí había trajes de cola, grandes misterios, angustias disimuladas bajo sonrisas. Venía luego la sociedad de las duquesas, ¡estaban pálidas!; se levantaban a las cuatro; las mujeres, ¡pobres ángeles!, llevaban encaje inglés en las enaguas, y los hombres, capacidades ignoradas bajo apariencias fútiles, reventaban sus caballos en diversiones, iban a pasar el verano a Baden, y, por fin, hacia la cuarentena, se casaban con las herederas. En los reservados de restaurantes donde se cena después de medianoche veía a la luz de las velas la muchedumbre abigarrada de la gente de letras y las actrices. Aquéllos eran pródigos como reyes llenos de ambiciones ideales y de delirios fantásticos. Era una existencia por encima de las demás, entre cielo y tierra, en las tempestades, algo sublime. El resto de la gente estaba perdido, sin lugar preciso, y como si no existiera. Por otra parte, cuanto más cercanas estaban las cosas más se apartaba el pensamiento de ellas. Todo lo que la rodeaba inmediatamente, ambiente rural aburrido, pequeños burgueses imbéciles, mediocridad de la existencia, le parecía una excepción en el mundo, un azar particular en que se encontraba presa; mientras que más allá se extendía hasta perderse de vista el inmenso país de las felicidades y de las pasiones. En su deseo confundía las sensualidades del lujo con las alegrías del corazón, la elegancia de las costumbres, con las delicadezas del sentimiento. ¿No necesitaba el amor como las plantas tropicales unos terrenos preparados, una temperatura particular? Los suspiros a la luz de la luna, los largos abrazos, las lágrimas que corren sobre las manos que se abandonan, todas las fiebres de la carne y las languideces de la ternura no se separaban del balcón de los grandes castillos que están llenos de distracciones, de un saloncito con cortinillas de seda con una alfombra muy gorda, con maceteros bien llenos de flores, una cama montada sobre un estrado ni del destello de las piedras preciosas y de los galones de la librea.

El mozo de la posta, que cada mañana venía a cuidar la yegua, atravesaba el corredor con sus gruesos zuecos; su blusa tenía rotos, sus pies iban descalzos dentro de las pantuflas. ¡Era el groom en calzón corto con el que había que conformarse! Terminada su tarea, no volvía en todo el día, pues Carlos, al volver a casa, metía él mismo su caballo en la cuadra, quitaba la silla y pasaba el ronzal, mientras que la muchacha traía un haz de paja y la echaba como podía en el pesebre.

Para reemplazar a Anastasia, que por fin marchó de Tostes hecha un mar de lágrimas, Emma tomó a su servicio a una joven de catorce años, huérfana y de fisonomía dulce. Le prohibió los gorros de algodón, le enseñó que había que hablarle en tercera persona, traer un vaso de agua en un plato, llamar a las puertas antes de entrar, y a planchar, a almidonar, a vestirla, quiso hacer de ella su doncella. La nueva criada obedecía sin rechistar para no ser despedida; y como la señora acostumbraba a dejar la llave en el aparador, Felicidad cogía cada noche una pequeña provisión de azúcar, que comía sola, en cama, después de haber hecho sus oraciones.

Por las tardes, a veces, se iba a charlar con los postillones. La señora se quedaba arriba en sus habitaciones.

Ernma llevaba una bata de casa muy abierta, que dejaba ver entre las solapas del chal del corpiño una blusa plisada con tres botones dorados. Su cinturón era un cordón de grandes borlas, y sus pequeñas pantuflas de color granate tenían un manojo de cintas anchas, que se extendía hasta el empeine. Se había comprado un secante, un juego de escritorio, un portaplumas y sobres, aunque no tenía a quién escribir; quitaba el polvo a su anaquel, se miraba en el espejo, cogía un libro, luego, soñando entre líneas, lo dejaba caer sobre sus rodillas. Tenía ganas de viajar o de volver a vivir a su convento. Deseaba a la vez morirse y vivir en París.

Carlos, con nieve o con lluvia, cabalgaba por los atajos. Comía tortillas en las mesas de las granjas, metía su brazo en camas húmedas; recibía en la cara el chorro tibio de las sangrías, escuchaba estertores, examinaba palanganas, levantaba mucha ropa sucia; pero todas las noches encontraba un fuego vivo, la mesa servida, muebles cómodos, y una mujer bien arreglada, encantadora, oliendo a limpio, sin saber de dónde venía este olor a no ser que fuera su piel la que perfumaba su camisa.

Ella le encantaba por un sinfín de delicadezas: ya era una nueva manera de recortar arandelas de papel para las velas, un volante que cambiaba a su vestido, o el nombre extraordinario de un plato muy sencillo, y que le había salido mal a la muchacha, pero que Carlos se comía con satisfacción hasta el final. Vio en Rouen a unas señoras que llevaban en sus relojes un manojo de colgantes; ella se compró algunos. Quiso poner sobre su chimenea dos grandes jarrones de cristal azul, y poco tiempo después un neceser de marfil con un dedal de plata dorada. Cuanto menos comprendía Carlos estos refinamientos, más le seducían. Añadían algo al placer de sus sentidos y a la calma de su hogar. Eran como un polvo de oro esparcido a lo largo del humilde sendero de su vida.

El se encontraba bien, tenía buen aspecto; su reputación estaba bien acreditada. Los campesinos le querían porque no era orgulloso. Acariciaba a los niños, no entraba nunca en la taberna, y, además, inspiraba confianza por su moralidad. Acertaba especialmente en los catarros y en las enfermedades del pecho. Como tenía mucho miedo a matar a nadie, Carlos casi no recetaba en realidad más que bebidas calmantes, de vez en cuando algún vomitivo, un baño de pies o sanguijuelas. No es que le diese miedo la cirugía; sangraba abundantemente a la gente, como si fueran caballos, y para la extracción de muelas tenía una fuerza de hierro.

En fin, para estar al corriente, se suscribió a la Ruche médicale, nuevo periódico del que había recibido un prospecto. Después de la cena leía un poco; pero el calor de la estancia, unido a la digestión, le hacía dormir al cabo de cinco minutos; y se quedaba allí, con la barbilla apoyada en las dos manos, y el pelo caído como una melena hasta el pie de la lámpara. Emma lo miraba encogiéndose de hombros. ¿Por qué no tendría al menos por marido a uno de esos hombres de entusiasmos callados que trabajaban por la noche con los libros y, por fin, a los sesenta años, cuando llega la edad de los reumatismos lucen una sarta de condecoraciones sobre su traje negro mal hecho? Ella hubiera querido que este nombre de Bovary, que era el suyo, fuese ilustre, verlo exhibido en los escaparates de las librerías, repetido en los periódicos, conocido en toda Francia. ¡Pero Carlos no tenía ambición! Un médico de Yvetot, con quien había coincidido muy recientemente en una consulta, le había humillado un poco en la misma cama del enfermo, delante de los parientes reunidos. Cuando Carlos le contó por la noche lo sucedido, Emma se deshizo en improperios contra el colega. Carlos se conmovió. La besó en la frente con una lágrima. Pero ella estaba exasperada de vergüenza, tenía ganas de pegarle, se fue a la galería a abrir la ventana y aspiró el aire fresco para calmarse.

-¡Qué pobre hombre!, ¡qué pobre hombre! -decía en voz baja, mordiéndose los labios.

Por lo demás, cada vez se sentía más irritada contra él. Con la edad, Carlos iba adoptando unos hábitos groseros; en el postre cortaba el corcho de las botellas vacías; al terminar de comer pasaba la lengua sobre los dientes; al tragar la sopa hacía una especie de cloqueo y, como empezaba a engordar, sus ojos, ya pequeños, parecían subírsele hacia las sienes por la hinchazón de sus pómulos.

Emma a veces le ajustaba en su chaleco el ribete rojo de sus camisetas, le arreglaba la corbata o escondía los guantes desteñidos que se iba a poner; y esto no era, como él creía, por él; era por ella misma, por exceso de egoísmo, por irritación nerviosa. A veces también le hablaba de cosas que ella había leído, como de un pasaje de una novela, de una nueva obra de teatro, o de la anécdota del «gran mundo» que se contaba en el folletón; pues, después de todo, Carlos era alguien, un oído siempre abierto, una aprobación siempre dispuesta.

Ella hacía muchas confidencias a su perra galga. Se las hubiera hecho a los troncos de su chimenea y al péndulo de su reloj.

En el fondo de su alma, sin embargo, esperaba un acontecimiento. Como los náufragos, paseaba sobre la soledad de su vida sus ojos desesperados, buscando a lo lejos alguna vela blanca en las brumas del horizonte. No sabía cuál sería su suerte, el viento que la llevaría hasta ella, hacia qué orilla la conduciría, si sería chalupa o buque de tres puentes, cargado de angustias o lleno de felicidades hasta los topes. Pero cada mañana, al despertar, lo esperaba para aquel día, y escuchaba todos los ruidos, se levantaba sobresaltada, se extrañaba que no viniera; después, al ponerse el sol, más triste cada vez, deseaba estar ya en el día siguiente.

Volvió la primavera. Tuvo sofocaciones en los primeros calores, cuando florecieron los perales.

Desde el principio de julio contó con los dedos cuántas semanas le faltaban para llegar al mes de octubre, pensando que el marqués d'Andervilliers tal vez daría otro baile en la Vaubyessard. Pero todo septiembre pasó sin cartas ni visitas.

Después del fastidio de esta decepción, su corazón volvió a quedarse vacío, y entonces empezó de nuevo la serie de las jornadas iguales. Y ahora iban a seguir una tras otra, siempre idénticas, inacabables y sin aportar nada nuevo. Las otras existencias, por monótonas que fueran, tenían al menos la oportunidad de un acontecimiento. Una aventura ocasionaba a veces peripecias hasta el infinito y cambiaba el decorado. Pero para ella nada ocurría. ¡Dios lo había querido! El porvenir era un corredor todo negro, y que tenía en el fondo su puerta bien cerrada.

Abandonó la música. ¿Para qué tocar?, ¿quién la escucharía? Como nunca podría, con un traje de terciopelo de manga corta, en un piano de Erard, en un concierto, tocando con sus dedos ligeros las teclas de marfil, sentir como una brisa circular a su alrededor como un murmullo de éxtasis, no valía la pena aburrirse estudiando. Dejó en el armario las carpetas de dibujo y el bordado. ¿Para qué? ¿Para qué? La costura le irritaba.

-Lo he leído todo -se decía.

Y se quedaba poniendo las tenazas al rojo en la chimenea o viendo caer la lluvia.

¡Qué triste se ponía los domingos cuando tocaban a vísperas! Escuchaba, en un atento alelamiento, sonar uno a uno los golpes de la campana cascada. Algún gato sobre los tejados, caminando lentamente, arqueaba su lomo a los pálidos rayos del sol. El viento en la carretera, arrastraba nubes de polvo. A lo lejos, de vez en cuando, aullaba un perro, y la campana, a intervalos iguales, continuaba su sonido monótono que se perdía en el campo.

Entretanto salían de la iglesia. Las mujeres en zuecos lustrados, los campesinos con blusa nueva, los niños saltando con la cabeza descubierta delante de ellos, todo el mundo volvía a su casa. Y hasta la noche, cinco o seis hombres, siempre los mismos, se quedaban jugando al chito delante de la puerta principal de la posada.

El invierno fue frío. Todas las mañanas los cristales estaban llenos de escarcha, y la luz, blanquecina a través de ellos, como a través de cristales esmerilados, a veces no variaba en todo el día. Desde las cuatro de la tarde había que encender la lámpara.

Los días que hacía bueno bajaba a la huerta. El rocío había dejado sobre las coles encajes de plata con largos hilos claros que se extendían de una a otra. No se oían los pájaros, todo parecía dormir, la espaldera cubierta de paja y la parra como una gran serpiente enferma bajo la albardilla de la pared, donde acercándose se veían arrastrarse cochinillas de numerosas patas. En las piceas cerca del seto, el cura en tricornio que leía su breviario había perdido el pie derecho e incluso el yeso, desconchándose con la helada, y ésta le había dejado la cara cubierta de manchas blancas.

Después volvía a subir, cerraba la puerta, esparcía las brasas y, desfalleciendo al calor del fuego, sentía venírsele encima un aburrimiento mayor. De buena gana hubiera bajado a charlar con la muchacha, pero un cierto pudor se lo impedía.

Todos los días a la misma hora el maestro de escuela, con su gorro de seda negro, abría los postigos de su casa y pasaba el guarda rural con su sable sobre la blusa. Por la noche y por la mañana, los caballos de la posta, de tres en tres, atravesaban la calle para ir a beber a la charca. De vez en cuando, la puerta de una taberna hacía sonar su campanilla, y cuando hacía viento se oían tintinear sobre sus dos vástagos las pequeñas bacías de cobre del peluquero, que servían de insignia de su tienda. Tenía como decoración un viejo grabado de modas pegado contra un cristal y un busto de mujer de cera con el pelo amarillo. También el peluquero se lamentaba de su vocación frustrada, de su porvenir perdido, y soñando con alguna peluquería en una gran ciudad, como Rouen por ejemplo, en el puerto, cerca del teatro, se pasaba todo el día paseándose a lo largo, desde el ayuntamiento hasta la iglesia, taciturno y esperando la clientela. Cuando Madame Bovary levantaba los ojos lo veía siempre allí, como un centinela, de guardia, con su gorro griego sobre la oreja y su chaqueta de tela ligera de lana.

Por la tarde, a veces aparecía detrás de los cristales de la sala una cabeza de hombre, de cara bronceada, patillas negras y que sonreía lentamente con una ancha y suave sonrisa de dientes blancos. Enseguida empezaba un vals, y al son del organillo, en un pequeño salón, unos bailarines de un dedo de alto, mujeres con turbantes rosa, tiroleses con chaqué, monos con frac negro, caballeros de calzón corto daban vueltas entre los sillones, los sofás, las consolas, repitiéndose en los pedazos de espejo enlazados en sus esquinas por un hilito de papel dorado. El hombre le daba al manubrio, mirando a derecha, a izquierda y hacia las ventanas. De vez en cuando, mientras lanzaba contra el guardacantón un largo escupitajo de saliva oscura, levantaba con la rodilla su instrumento, cuya dura correa le cansaba el hombro; y ya doliente y cansina o alegre y viva, la música de la caja se escapaba zumbando a través de una cortina de tafetán rosa bajo una reja de cobre en arabescos. Eran canciones que se tocaban, por otra parte, en los teatros, que se cantaban en los salones, que se bailaban bajo arañas encendidas, ecos del mundo que llegaban hasta Emma. Por su cabeza desfilaban zarabandas sin fin, y como una bayadera sobre las flores de una alfombra, su pensamiento brincaba con las notas, meciéndose de sueño en sueño, de tristeza en tristeza. Cuando el hombre había recibido la limosna en su gorra, plegaba una vieja manta de lana azul, cargaba con su instrumento al hombro y se alejaba con aire cansado. Ella lo veía marchar.

Pero era sobre todo a las horas de las comidas cuando ya no podía más, en aquella salita de la planta baja, con la estufa que echaba humo, la puerta que chirriaba, las paredes que rezumaban, el pavimento húmedo; toda la amargura de la existencia le parecía servida en su plato, y con los vapores de la sopa subían desde el fondo de su alma como otras tantas bocanadas de hastío. Carlos comía muy despacio; ella mordisqueaba unas avellanas, o bien, apoyada en el codo, se entretenía con la punta de su cuchillo en hacer rayas sobre el hule. Ahora se despreocupaba totalmente del gobierno de su casa y la señora Bovary madre, cuando fue a pasar a Tostes una parte de la Cuaresma, se extrañó mucho de aquel cambio. En efecto, Emma, antes tan cuidadosa y delicada, se pasaba ahora días enteros sin vestirse, llevaba medias grises de algodón, se alumbraba con velas. Repetía que había que economizar puesto que no eran ricos, añadiendo que estaba muy contenta, muy feliz, que Tostes le gustaba mucho, y otras cosas nuevas que tapaban la boca a su suegra. Por lo demás, Emma ya no parecía dispuesta a seguir sus consejos; incluso una vez en que la señora Bovary madre se le ocurrió decir que los amos debían vigilar la religión de sus criados, ella le contestó con una mirada tan irritada y con una sonrisa tan fría, que la buena mujer no volvió a insistir.

Emma se volvía difícil, caprichosa. Se encargaba platos para ella que luego no probaba, un día no bebía más que leche pura, y, al día siguiente, tazas de té por docenas. A menudo se empeñaba en no salir, después se sofocaba, abría las ventanas, se ponía un vestido ligero. Reñía duro a su criada, luego le hacía regalos o la mandaba a visitar a las vecinas, lo mismo que echaba a veces a los pobres todas las monedas de plata de su bolso, aunque no era tierna, ni fácilmente accesible a la emoción del prójimo, como la mayor parte de la gente descendiente de campesinos, que conservan siempre en el alma algo de la callosidad de las manos paternas.

Hacia fines de febrero, el señor Rouault, en recuerdo de su curación, llevó él mismo a su yerno un pavo soberbio, y se quedó tres días en Tostes. Como Carlos estaba ocupado con sus enfermos, Emma le hizo compañía. Fumó en la habitación, escupió sobre los morillos de la chimenea, habló de cultivos, terneros, vacas, aves y de los concejales; de tal modo que cuando se marchó el hombre, Emma cerró la puerta con un sentimiento de satisfacción que a ella misma le sorprendió. Por otra parte, ya no ocultaba su desprecio por nada ni por nadie; y a veces se ponía a expresar opiniones singulares, censurando lo que aprobaban, y aprobando cosas perversas o inmorales, lo cual hacía abrir ojos de asombro a su marido.

¿Duraría siempre esta miseria?, ¿no saldría de allí jamás? ¡Sin embargo, Emma valía tanto como todas aquellas que eran felices! Había visto en la Vaubyessard duquesas menos esbeltas y de modales más ordinarios, y abominaba de la injusticia de Dios; apoyaba la cabeza en las paredes para llorar; envidiaba la vida agitada, los bailes de disfraces, los placeres con todos los arrebatos que desconocía y que debían de dar.

Palidecía y tenía palpitaciones. Carlos le dio valeriana y baños de alcanfor. Todo lo que probaban parecía irritarle más.

Algunos días charlaba con una facundia febril; a estas exaltaciones sucedían de pronto unos entorpecimientos en los que se quedaba sin hablar, sin moverse. Lo que la reanimaba un poco entonces era frotarse los brazos con un frasco de agua de Colonia.

Como se estaba continuamente quejando de Tostes, Carlos imaginó que la causa de su enfermedad estaba sin duda en alguna influencia local, y, persistiendo en esta idea, pensó seriamente en ir a establecerse en otro sitio.

Desde entonces, Emma bebió vinagre para adelgazar, contrajo una tosecita seca y perdió por completo el apetito.

A Carlos le costaba dejar Tostes después de cuatro años de estancia y en el momento en que empezaba a situarse allí. Sin embargo, ¡si era preciso! La llevó a Rouen a que la viera su antiguo profesor. Era una enfermedad nerviosa: tenía que cambiar de aires.

Después de haber ido de un lado para otro, Carlos supo que había, en el distrito de Neufchátel, un pueblo grande llamado Yonville l'Abbaye, cuyo médico, que era un refugiado polaco, acababa de marcharse la semana anterior. Entonces escribió al farmacéutico del lugar para saber cuántos habitantes tenía el pueblo, a qué distancia se encontraba el colega más próximo, cuánto ganaba al año su predecesor, etc.; y como las respuestas fueron satisfactorias, resolvió mudarse hacia la primavera si la salud de Emma no mejoraba.

Un día en que, preparando su traslado, estaba ordenando un cajón, se pinchó los dedos con algo. Era un alambre de su ramo de novia. Los capullos de azahar estaban amarillos de polvo, y las cintas de raso, ribeteadas de plata, se deshilachaban por la orilla. Lo echó al fuego. Ardió más pronto que una paja seca. Luego se convirtió en algo así como una zarza roja sobre las cenizas, y se consumía lentamente. Ella lo vio arder. Las pequeñas bayas de cartón estallaban, los hilos de latón se retorcían, la trencilla se derretía, y las corolas de papel apergaminadas, balanceándose a lo largo de la plancha, se echaron a volar por la chimenea.

Cuando salieron de Tostes; en el mes de marzo, Madame Bovary estaba encinta.

0

10

NO HI HA LA CONTINUACIÓ

0

11

http://www.volkskrantblog.nl/pub/mm/2007/05/1179942900.92671.jpg

0


Вы здесь » AmorDelCelKatia » КНИГИ целиком » MADAME BOVARY Gustave Flaubert (es)